SOUVENIR DE UN INSOMNIO



Era de noche. Apagué la luz y puse a Hitler abajo de mi almohada. Esvásticas de todos los colores y tamaños chisporroteaban por el cuarto, y fui siguiendo su rastro por campos de concentración y por oficinas ministeriales, por discursos de fin de curso y por gruesos libros de ocultismo, por templos hindúes y por madrugadas con grandes migraciones indoeuropeas, hasta que llegué a un desierto donde un hombre blanco y pálido, de ojos helados como glaciares, forjaba una espada. Estaba vacío, no era nadie, no sabía nada. Después el crepúsculo desangró el horizonte y el hombre pálido se disolvió en la noche.
Acomodé a Edipo sobre la mesita de luz. Tenía los ojos en la mano mientras me explicaba en susurros: “Dios está muerto, pero podemos recortar su cadáver y separar pedazos más o menos agradables, divertidos o sangrientos. Si juntamos algunos de estos pedazos entre sí formamos un collage que se llama cultura. La cultura es una venda que sirve para disimular lo aterrador del paisaje. No podríamos haber sobrevivido al asesinato de Dios, amiguito, si no nos hubiéramos arrancado un poco los ojos”.
Apoyé a Sacoa al lado del despertador: codazos de héroes ciberpunks, cascadas de fichas, “¿te ayudo a pasar?”, naves espaciales, fantasmas y zombies, ferraris perdidas en estepas y desiertos, Uruguay en la semifinal de la copa del mundo, espías de traje saltando de ascensor en ascensor, insert coin, you are in, game over.
Colgué a un filósofo (barba blanca, ojos de búho, etcétera) a la cabecera de la cama: la unidad, la pluralidad, el tiempo, el espacio, la causalidad, la libertad, el determinismo, el azar, el sujeto, el objeto, la identidad, la nada, la materia, la vida, la conciencia, la inconciencia, el lenguaje, el conocimiento, la muerte y yo.
Puse al Barón Munchausen sobre la colcha. Con su elegancia habitual se limpió la chaqueta, encendió su pipa y se puso a contar mentiras, mientras yo lo escuchaba atento. El Barón mintió tanto que empezó a quedarse dormido. Cuando lo notó, se desperezó apurado, aspiró un poco de rapé, dio un triple salto mortal y se esfumó en el aire, como el ninja de una serie de los ochenta.
Después me tapé la cabeza con la frazada y me encontré a Bram Stoker, ¡los colmillos, las cartas!; al Código Da Vinci, doscientos gramos de templarios, ciento cincuenta gramos de cátaros y medio kilo de cristianismo primitivo; a Pamela David, ¡dos tetas como dos universos!; a Dostoievsky, ¡el samovar, las troikas!; a Syd Barret, ¡los viajes espaciales, los espantapájaros!; al LSD, ¡las carcajadas, el pánico!; a Lucas Bols, ¡todas las resacas del mundo!; a la Facultad de Puán; ¡las fotocopias, las barbas!; a una montaña rusa a la que subí una tarde en el Italpark, ¡¡ahhhhhhhhh!!; al cementerio de Chacarita de noche, cigarrillos furtivos y petacas silenciosas; a Buenos Aires; ¡los gimnasios, los recitales de Sabina, los edificios en construcción! y en Buenos Aires también te encontré a vos, sentada con una amiga en un bar irlandés; y sí, me quedé mirando embobado del otro lado del vidrio cómo tomabas un café, y otro, y otro más, hasta que el sol que entraba por la ventana me fue adormeciendo despacito, muy despacito, y hoy lo aborrezco, porque en ese momento estabas tan pero tan hermosa como nunca te había visto, y porque no nos volvimos a cruzar más, ni en la calle, ni en un colectivo, ni en el barrio, ni siquiera en una noche de insomnio.