SAMSARA S.R.L.




En el Baghavad Gita, antiguo libro sagrado de la India, podemos encontrar, entre muchas otras, una noción que si a algunos puede parecer esperanzadora yo considero espantosa: “todo aquello que es no puede dejar de ser; todo aquello que no es no será nunca”. El divorcio a perpetuidad entre el ser y la nada que implica esta idea, el diseño de tan horrible calabozo cosmológico precisa, para ser coherente, del mecanismo de la metempsicosis, vulgarmente conocido como reencarnación, sistema que ha sido interpretado de formas diferentes pero que en definitiva en toda exégesis termina significando, a grandes rasgos, un idéntico trasfondo: el peregrinar de las almas por interminables planos de existencia, peregrinar agobiante y sin propósito ninguno, del que sólo escapa, muy de tanto en tanto, algún asceta lúcido y sobrehumano, que mientras se diluye sonriente y desaparece para siempre de la cadena de los mundos observa como la masa amorfa de los no-liberados, con la vista baja y la expresión extraviada, continua dando tumbos y yendo de acá para allá, esclavizada pero feliz en su ceguera.
Nada nos dice el Baghavad Ghita de los métodos que se utilizan para que trabaje este mecanismo. ¿Quiénes son los encargados de poner en funcionamiento una estructura tan compleja? ¿Cómo se trasladan las almas de uno a otro plano? ¿Se distribuyen éstas dentro de la jerarquía de un mundo en relación con la situación que dichas almas ocuparan en el mundo anterior o es todo cuestión de azar? Uno supondría que la precisión tendría que ser el engranaje más necesario de un esquema semejante, pero curiosamente esto no es así. Los encargados de trasladar las almas de un mundo a otro son seres tan negligentes como el peor de los empleados públicos. Sentados en grandes galpones abarrotados de envases con almas, salvo en los momentos de gran agitación - cuando se produce un pralaya, por ejemplo - dormitan casi todo el tiempo, en vez de clasificar las almas a enviar arriba o abajo de su depósito, para que éstas así se acoplen al cuerpo que les corresponde. Este desgano ha sido causa de errores lamentables, algunos de consecuencias sangrientas, por ejemplo el envío del alma de un tigre que había sido el terror de la selva en la que habitó, al cuerpo de Gengis Kahn, el temido caudillo mongol; otras de consecuencias sólo molestas, como el envío a la ciudad de Buenos Aires de un importante contingente de almas que habitaban en una ciudad submarina, de donde procede la costumbre incomprensible de sus habitantes de viajar con las ventanillas cerradas de los colectivos aún en los momentos del verano en los que el calor se dedica con más ahínco a fabricar sudor en cantidades industriales. No es éste el único problema. Se ha insistido muchas veces en que las acciones de un ser en un plano de existencia repercuten sobre su fisonomía espiritual en el plano al que arriba con posterioridad. Nuevamente, esto debería ser así, pero en la realidad no ocurre, no sólo por los malentendidos arriba mencionados, sino además porque la estadía en los galpones intermedios de los mundos también influye en las características que los individuos terminan presentando. ¿Cómo pretenden los padres que sea de otra manera el chico que se lleva por año ocho materias a marzo, que se pasa el día deglutiendo realities shows y programas de fútbol y que cuando se lo manda a comprar al supermercado con una lista detallada se confunde en los productos que trae, si el envase con su alma permaneció quién sabe cuánto tiempo arrumbado en un costado, sin airearse, sin moverse, sin dinamismo ninguno? En cambio, almas destinadas a la contemplación, al estudio de las ciencias caldeas o a la confección de calendarios mayas terminan transformándose en juglares alcohólicos o en estrellas de rock heroinómanas porque el envase con su alma fue sistemáticamente movido por el encargado destinado a cuidarlo, quien lo utilizaba como apoyo para alcanzar alguna estantería a la que su estatura no le permitía acceder.
Por otro lado, no sólo la desidia es causa de desfases graves en el sistema. También, como en toda zona de frontera, la corrupción ocupa un papel central. Se sabe de empleados que venden almas puras y radiantes que están a punto de alcanzar la iluminación, y que para suplir la ausencia envían al cuerpo que debía recibir a un buda el alma de un cantante de boleros. Se sabe de empleados que se han quedado sin almas, y que han tenido que dejar algunos cuerpos sin inteligencia, memoria o voluntad – y aquí podría hacer un chiste estúpido y obvio acerca de modelos y conductores de TV pero me voy a privar de ello. Y también, cuando los desvíos de almas son demasiados, cuando no se puede enviar una partida que necesitaba contener, supongamos, doscientas mil almas porque apenas se llega a las cien mil, se recurre a unos personajes oscuros conocidos en el argot de los empleados como los “naderos”, individuos que se dedican a proveer almas adulteradas en proporciones diversas con las que completar el encargo. Estos traficantes de almas recorren zonas remotas en los confines del tiempo y el espacio – o de las limitaciones análogas al tiempo y al espacio de nuestro mundo -, y desde afuera de la existencia y por métodos ajenos al entendimiento humano – que Kant se encargara de enmarcar tan prolijamente - extraen no sé qué esencias inconcebibles, qué jirones de inexistencia, qué retazos de agujeros negros o lo que en definitiva sea que consigan, para utilizar como materia prima en la confección de sus dudosas almas de oferta. Los empleados no podrían dedicarse a sus manejos si no descansaran en la posibilidad de emplear los servicios de estos mercenarios que, desde la frontera con la nada, logran traer el sucedáneo anímico con el que llenar paquetes escandalosamente vacíos.
¿Qué opinan las autoridades de estas operaciones? No mucho; Brahma, Vishnú y Shiva, co-presidentes y dueños del 49% de las acciones, están siempre demasiado concentrados en sus actividades como para detenerse y prestarle atención a las fallas del sistema. Brahma modela almas y mundos de una perfección inimitable – al menos eso sostiene - y todo lo que después les suceda a sus creaciones le preocupa poco y nada. Vishnú insiste en que él está para conservar, no para controlar, y es el único que, cada tanto aboga para crear una policía de almas, que nunca se termina de definir. Y demás está decir que a Shiva le es indiferente aniquilar, llegado el caso, a un filósofo estoico de la antigua Roma o a un jubilado que levanta quiniela en Parque Patricios.
¿Y por encima de ellos no hay otra autoridad? ¿Quién posee entonces el 51% que resta de las acciones? Bueno, para hablar de esto no me queda más remedio que bajar la voz, casi susurrar: nadie ha conocido a aquel a quien los taoístas denominaron No-Ser, los hindúes Para-Brahma, y al que nosotros, para continuar con nuestra nomenclatura comercial, podríamos llamar Director Principal, quien, como buen self made man, decidió fundar, allá lejos, en una tenebrosa aurora primigenia y por motivos absolutamente desconocidos, esta empresa. La cuestión de si este Director ignoto hará rendir cuentas alguna vez a sus contratados es algo que hasta ahora no está resuelto, y que de hecho es muy posible que no se resuelva nunca. Por eso, jugando con esta ignorancia, explotando esta incertidumbre, los empleados continúan desviando almas, los “naderos” prosiguen su tráfico, y el sistema entero sigue trabajando como el mismísimo demonio.
Así, encontramos que la existencia universal es un verdadero caos de envíos, paquetes que van y vienen, revisaciones desesperadas de estanterías, pedidos dramáticos por medio de mensajes cifrados entre empleados y cierres de balance agónicos, no diferentes a las conspiraciones que descubriríamos en cualquier empresa comercial de nuestro viejo globo terráqueo. Yo mismo hice algunas averiguaciones, para ver si en mi próxima vida logro acomodar mi alma en el cuerpo del dueño de una empresa petrolera, de un emperador romano o de alguna especie de Bill Gates – o en el equivalente aproximado a esas figuras en el lugar que me toque en cuestión – ya que si voy a pasar lo que resta de la eternidad
[1] saltando de un mundo a otro, creo bastante razonable el procurar hacerlo de la manera más cómoda posible. Ya envié parte del pago al empleado respectivo, y aunque éste me pidió que escondiera el recibo bajo siete llaves, a veces, generalmente después de tomar un par de ginebras, no puedo contenerme, saco dicho documento - un papel no demasiado diferente al que yo mismo entrego a los pagadores de la empresa en la que trabajo - y observo despacio el sello y la firma, buscando que me otorguen alguna tranquilidad.
Pero tampoco quiero poner demasiadas esperanzas. Es probable que cuando tenga que despachar mi alma el empleado se confunda, reciba otro soborno más importante o hasta se quede dormido, y cuando yo abra los ojos descubra una sabana de estilo africano, percatándome de que ostento un cuerno más bien tosco, de que peso alrededor de setecientos kilos, de que miro con ojos arrugados y pequeñísimos, en fin, de que soy un rinoceronte.
Bien pensado, no sería un drama demasiado notable. Seguramente me habrá sucedido infinidad de otras veces.
[1] Uso el concepto de eternidad en sentido metafórico, para significar el encadenamiento indefinido de los ciclos que conforman el samsara. La eternidad en sentido estricto sería el único espacio – otra metáfora; bah, en definitiva toda palabra lo es – en la que se estaría a salvo de la rueda del devenir, y por lo tanto no podría ser divisible bajo ningún aspecto.