“La nostalgia del principio, las cumbres de euforia, la ilusión de la evasión, en dosis bien graduadas, ¡qué droga!, es efectiva en casi el 99 % de los casos. Apliquémosla ahora a esta turba y volveremos a animarla”, escuché que sugería el músico sonriente al oficial severo. El oficial severo asintió y el músico sonriente comenzó entonces a emitir su canto, un sonido agudo, sinuoso, que nos trasladó al instante – al menos a mí - a las viejas veredas de la infancia. ¡Excelente truco y casi sin vértigo en el viaje! En todo caso consiguió conmoverme por un rato bastante largo. Lloré de nostalgia fulgurante dos horas y media, y después me dormí, cansado pero borracho de sublimidad.
Después, despertarse y caminar. Una tarde descubrimos a lo lejos una verja blanca, que protegía un jardín poblado por manantiales serenos y rincones untados con sombra. “Ah, por fin”, dijo el primero de la caravana, “ese sería el hogar”, y todos escuchamos casi saboreándolo ese nombre delicioso, antes de pronunciar la frase en el orden tradicional: “Ah, por fin, ese sería el hogar” “Ah, por fin, ese sería el hogar” “Ah, por fin, ese sería el hogar”. El hogar - o lo que fuere - era un jardín pequeño, aunque verdaderamente infinito, y hasta más allá del horizonte se perdían sus montículos redondeados y panzones; sus tapices cubiertos por una hierba saludable, casi comestible; sus manzanos cargados de frutas gigantescas y rojas. Pero cuando llegamos, muertos de sed y envidia, aturdidos y sudorosos, un cartel nos detuvo: “No acercarse. Clausurado hasta la próxima eternidad”.
“¡Mejor así…!”, gritó desde atrás de la fila, buscando adoptar el fatalismo sombrío de un domador de leones, la enfermera que cerraba la caravana, y acto seguido decidió atar su cuello a una soga y la soga a una rama, para luego dejarse caer y quedar allí, balanceándose cada vez con menos fuerza, enmarcada por el furor metálico y ciego que destilaba aquel calor salvaje. Pasó un rato. La enfermera abrió los ojos, cortó la soga con una tijera y se acercó – aunque no demasiado – a la caravana. Había resucitado y nos miraba sonriente, sin sacarse la soga del cuello, que mostraba con orgullo, como un collar que le otorgara una distinción misteriosa. Se corrió el rumor de que estábamos salvados pero al instante, unos metros detrás mío, alguien enloqueció y asesinó al que lo seguía. Otro, allá lejos, al parecer había tirado al piso a quien lo precedía, y se frotaba contra él, frenéticamente. El músico sonriente escupió en el piso y miró al oficial severo. “En fin, otra dosis para paliar la decepción”, sugirió. Y de vuelta el canto, y de vuelta a los instantes remotos sólo conocidos por las paredes descascaradas del patio de la niñez, a aquella melancolía más punzante que un dardo hecha de soles enormes y tardes dilapidadas en castillos de arena, corchos quemados, ahorcamiento de muñecos... Reseteados. Como a una CPU vieja y lenta, nos reseteaban. En riguroso orden nos fuimos derrumbando. A los que el truco no indujo al sueño el oficial severo se encargó de dormirlos a golpes. Un éxtasis o una paliza económica y a dormir. Ese era nuestro régimen.
Hasta que un día entramos por un corredor de paredes tapizadas por relojes y llegamos a una gigantesca puerta roja. ¿Cuántos pasos habremos dado hasta alcanzarla? No lo recuerdo pero sí recuerdo que en ese momento hice el primer descubrimiento extraño. Mientras avanzaba hacia la puerta, noté que el que abría la caravana, cada tanto, sacaba disimuladamente un catalejo y observaba hacia atrás, al último de nosotros: ¡para imitar su comportamiento! Pero entonces, ¿éramos un círculo? ¿Quién nos dirigía en realidad? No alcancé a pensar una respuesta porque ya estábamos delante de la puerta roja y el rumor no tardó en esparcirse: habíamos encontrado la habitación del Relojero. Detrás de aquella puerta descubriríamos nada menos que al creador genial del más perfecto y ambicioso de los mecanismos. Poníamos todas nuestras esperanzas en la entrevista entre el que abría la caravana y El Relojero, y cuando la puerta finalmente se cerró todos miramos sucesivamente hacia nuestro compañero de atrás y nos trasmitimos con orgullo aquel rostro de severa solemnidad que nuestro representante nos obsequiara antes de cruzar el umbral.
Yo, pese a la tensión del momento, me agaché para atarme los cordones y noté un resquicio en la pared. Por él pude escuchar la conversación, que se redujo a dos frases. Casi al instante la puerta se volvió a abrir. El segundo de la caravana se abalanzó a la caza de la respuesta ansiada, pero el primero lo empujó apenas, y sin siquiera mirarlo, repitió dolorosa, teatralmente: - “¡Sal de mi vista! ¡Y sigan caminando...!” El que seguía al segundo se adelantó, ante lo que el segundo lo empujo también – tal vez un poco más fuerte de lo que lo habían empujado a él – y a su vez le gritó: - “¡Sal de mi vista! ¡Y sigan caminando!” Todos sintieron cierta euforia, porque evidentemente la frase se transmitiría de unos a otros y al parecer seríamos muy importantes, - trágicos si se quiere -, al repetirla.
Pero yo había notado algo. Estábamos siendo víctimas de un engaño. El Relojero no había dado a sus frases ese tono operístico. ¡De ninguna manera! Así que cuando me tocó pronunciarlas busqué dar el tono con el que las había emitido su autor, no la modulación dramática que nos transmitieron sino una modulación histérica, burlona, mil veces más insoportable que aquella dosis de épica destinada a inflamar corazones y a remedar gestos estatuarios.
Así intenté hacerlo, con toda mi habilidad, pero el intento falló. ¿Nadie oía las carcajadas ridículas y horribles del Relojero, tan pero tan horribles que hasta tuve que tapar mis oídos? Al parecer no, porque el que venía detrás mío no sólo no tapó sus orejas, sino que volvió a dar a la frase su solemnidad primigenia, y el “¡Sal de mi vista!” que se siguió propagando no conservaba nada de mi intento por inyectar la verdad, era simplemente una muestra de romanticismo declamador, un reproche cargado de trascendencia adulterada.