LA ZARPADA FAMILIA



El primer recuerdo nítido de cuando empecé a salir a la calle, a los nueve o diez años, es el de una tarde en la que después de haber jugado un cabeza en una vereda, mientras tomábamos una coca cola fría, se nos acercó un tipo muy alto con pinta de hippie bien limado pero con una estrellita ninja en la mano, y nos dijo algo así como “pendejos, la guita o los corto”. Después del llanto, el miedo, etc., supe que el tipo era El Flaco Spinetta, que vivía a tres cuadras de mi casa en una especie de casilla en un baldío y que tenía patente de corso para punguear en el barrio. El Flaco Spinetta era, como dije, muy alto y muy flaco, más parecido a Charlie Garcia (sobre todo al García-Say No More, pero sin anteojos) que al mismo Spinetta, siempre andaba con alguna cosa cortante a mano (desde la mencionada estrellita ninja hasta cuchillos de cocina, pedazos de botellas o gilettes) y había hecho una carrera mediocre entre el mundillo marginal de la zona. En el barrio se dedicaba a apretar a todo el que se le cruzaba pero las cagadas pesadas se las mandaba afuera. Cada tanto tenía que desaparecer y pasaban meses sin que lo viéramos pero siempre volvía. Si la Iglesia fomentara el consumo de cocaína El Flaco habría llegado a Papa. Lo suyo no era adicción, era vocación, más todavía, era un apostolado. Jamás lo escuché quejarse de la pala. Tomaba merca con la alegría con que un chico se sube a la calesita. Todos alguna vez conocimos alguien que se levanta y lo primero que hace después de abrir los ojos es manotear el paquete de cigarros. Bueno, El Flaco reemplazaba los cigarros con la pichi. Que yo recuerde, muy pocas veces lo vi careta (y esto lo digo más por dar verosimilitud al relato que por lo que me acuerdo, porque casi podría jurar que siempre lo vi puesto) De los pesados del barrio que empecé a conocer en esa época era el que más mala leche tenía. A diferencia de El Chino, que era duro como un pedazo de pavimento y a la hora de robar le hubiera metido miedo a Mike Tyson, pero que no era especialmente hijo de puta cuando no estaba en horario de trabajo, al Flaco Spinetta, si hubiera tenido algo parecido a la conciencia, se lo podría definir como el típico sorete que considera toda persona más débil que él un espacio donde descargar su sadismo y su rencor. Desgraciadamente, creo que ni esa definición le calzaba, porque El Flaco, estoy seguro, no tenía jamás en su cabecita la posibilidad de optar. En él todo fluía natural y lo que se le cruzaba y estaba en una situación más o menos de indefensión, lo robaba, lo lastimaba, lo destruía al instante, sin pensar y, eso sí, sin perder nunca la tranquilidad. Se contaban historias jodidas en serio del Flaco, como la vez que en otro barrio desfiguró a trompadas en un baldío a un pibito de catorce años, que lo hizo correr una cuadra para robarle la bicicleta. “Eh, yo, correr, no...”, decía, cuando lo contaba, sonriendo con los seis dientes que le quedaban y riéndose como un chico travieso. Ésta es una anécdota, hay mil más. Entre nosotros se decía que El Flaco además de en el reformatorio y en la cárcel había estado en el Borda (una verdadera bomba de tiempo imaginarlo ahí adentro) pero eso nunca se confirmó.
Al Chino lo conocí poco después. También grandote (más de un metro noventa) morocho, siempre fumando porro (o en su defecto armando) taciturno, irritable, silencioso, El Chino sin embargo era un chorro a la antigua usanza, es decir con códigos. “El rioba es sagrado, el choreo es un oficio”, etc., y realmente tenía que estar dado vuelta o haber tenido un día muy jodido para hacer lo que El Flaco hacía todo el tiempo como mero entretenimiento. Era más chico que El Flaco (en esa época El Flaco tendría unos treinta años y el Chino veinticinco) y como ladrón era ya una leyenda. Había pasado tres años en Olmos y al llegar se había hecho uno de los capos del pabellón a la semana (y esto es verdad porque me lo contó gente que lo odiaba) Verlo pelear y salir de su pachorra era algo prodigioso. No sé si un boxeador con veinte años de oficio y el cuerpo de un pibe de dieciocho años tendría su sabiduría, su dureza y su velocidad. Sus trompadas salían disparadas como látigos que tuvieran en la punta bolas de hierro de treinta kilos, una patada suya bien dada hubiera tirado abajo un árbol y a la hora de pelear no calculaba, ni medía, ni especulaba. Uno, dos, tres, cuatro, giles, rochos, yutas, El Chino estaba condicionado, como el perrito de Pavlov. Se pudría y él empezaba a tirar manos para todos lados hasta que no quedaba nadie parado o hasta que él quedara seco en el piso. Yo vi una vez cómo le rompió la cabeza a un tipo que le dio por la espalda dos fierrazos, de los cuáles uno solo que me hubiera dado a mí me habría matado al instante. Ya dije que fumaba chala todo el día. Como en el dilema del huevo o la gallina o en la oposición materialismo/ idealismo, uno no sabía si El Chino se fumaba quince porros por día porque era desganado, o si era el hecho de fumarse quince porros diarios lo que le sacaba las ganas. Para el caso daba lo mismo, la cuestión es que El Chino solía pasar la tarde meta quemar leña, meta tomar birra, tranquilo, fresco con sus ojotas y con su musculosa casi ilegible con inscripción en japonés (por eso le decían El Chino) con su pancita y con su tatuaje en tinta china con el escudo de Ferrocarril Oeste y su tatuaje color rojo (posterior) que decía “Pitufa”. En esa época tomaba merca pero con sobriedad. Con iniciativa, algo de olfato para los negocios y menos falopa y birra, El Chino hubiera sido una especie de Scarface (probablemente con el mismo final) Con falopa, birra y sin iniciativa ni ningún olfato para los negocios, El Chino se quedó en un tipo realmente pesado, capo de algunas manzanas, que se aburría cuando no choreaba, esperando el día en que una bala se le adelantara al sida y lo mudara al otro barrio (ah, porque me había olvidado, tanto El Flaco como El Chino eran VIH positivos)
A diferencia de los dos anteriores, que aparecieron en mi vida como personajes ya definidos, yo fui testigo del proceso que derivó en La Pitufa. Cuando la conocí era todavía Vanina, la chica más linda del colegio, y estaba en séptimo grado y yo en quinto. Desde chiquita fue quilombera pero en séptimo la cosa empezaba a amenazar con irse de cauce. Fumaba (tabaco) inventaba historias (la más famosa fue que el padre la había violado) preguntaba todo el tiempo “cosas incómodas”. Por los pasillos del colegio se decía que su familia era una familia “con problemas”, pero yo, que era compañero de la hermana (una verdadera santa) jamás me enteré nada concreto, a no ser que ese año los padres se habían separado (es verdad que esto era a finales de los ochenta y todavía se veía al divorcio como una especie de catástrofe) Después a Vanina dejé de verla porque se mudó con la madre a Belgrano (guita no les sobraba pero tampoco les faltaba) Reapareció tres o cuatro años después, como compañera de otra mina del barrio y ya como La Pitufa, con ganas de dar a conocer una historia que ya no era una promesa sino una incipiente realidad: un aborto reciente, unas cuantas cagadas a trompadas con otras minas, varios tatuajes, una remera de Nirvana, unos jeans rotos, una bolsita de ran. Oruga de clase media; crisálida callejera; mariposa punk. La metamorfosis en realidad estaba casi concluida, porque a La Pitufa (nunca supe por qué le decían así, para ser mina era bastante alta) le faltaba el último ajuste, los retoques definitivos, que se encargó de dárselos El Chino. Todavía era preciosa, y con dieciséis años le gustaba impresionar con sus aventuras (pocos años después se desesperaba por borrar todas sus huellas) Nosotros, que recién empezábamos a destapar cervezas y a aspirar el humo del cigarrillo sin toser, cuando la veíamos en la esquina con un cartón de vino y un Parissienes en la mano nos quedábamos babeando ante nuestro amor imposible. Estoy seguro de que el noventa por ciento de las pajas que nos hicimos en esos años la tuvieron a ella como protagonista indiscutida.
Al año más o menos de reaparecer por el barrio, La Pitufa empezó a salir con El Chino. Fue uno de esos romances cantados, algo así como el de Brad Pitt y Angelina Jolie pero con el sida y los cinco puntos de padrinos, 
Juguetes perdidos de marcha nupcial y para el brindis gancia tibio. La Pitufa estaba hasta las tetas con El Chino, y El Chino la quería en serio, a su manera. La anotó en un curso acelerado de ética tumbera, le cortó las alitas punk y le dio un baño de inmersión ricotero (los ajustes finales de los que hablaba antes) La Pitufa, por su lado, dio al Chino de baja en los cabarulos, le puso en orden la casa (un poco) y lo bancó en todas como nadie lo había hecho. Durante la luna de miel se tranquilizaron bastante. Como El Chino hacía un choreo por mes pero bien seleccionado nunca les faltó guita y después (inevitable) La Pitufa, que venía pidiendo pista hacía rato, empezó a meter caño también. Ahí era Gardel. Yo tenía buena onda con ella por la hermana. Te contaba unas historias bastante pavorosas, pero no era mala mina, y nunca bardeó porque sí, había aprendido los códigos del “marido” (así le decía al Chino a los dos meses de salir con él; demás está decir que a los tres días estaba instalada en su casa) Pero a María y José todavía les faltaba Jesucito, y como en el evangelio fue un ángel el que bajó y les marcó el camino para encontrarlo. El viejo del Chino había sido un sindicalista que había ganado mucha teca pero que antes de morir de cirrosis la había quemado toda en los burros, salvo la casa (que había milagrosamente salvado, y que era donde vivía su hijo) Un viejo conocido del padre, al que ellos posteriormente bautizaron El Capanga, un buen día le trajo al Chino un laburo grosso para tres personas. El Chino la llevó a La Pitufa (que era más dura a esa altura que cualquier otro logi del barrio que se la diera de chorro) y como tercer hombre la responsabilidad recayó en El Flaco Spinetta. El choreo salió limpito limpito y les dejó (se decía) veinte lucas gringas para repartir, descontada la guita de los fierros, el porcentaje (muy considerable) del amigo del viejo y comisiones varias. Después de éxito semejante, la euforia fue tan grande que El Flaco empezó a ser bien recibido en la casa del Chino, y de a poco se fue instalando. Las vidas de los tres a partir de ese momento se convirtieron en bastante rutinarias, paradójicamente dentro del vértigo en que consistían. Cada tanto El Capanga les pasaba laburos de mucha pero mucha guita, por lo que ponían el pecho una vez cada tres o cuatro meses. Y después estaban, como diría una madre preocupada por su hijo, con demasiado tiempo libre. Pero a diferencia de un adolescente cualquiera ellos sabían cómo invertir ese tiempo libre. Decidieron por unanimidad empezar a tomar merca en cantidades industriales. Así se constituyo lo que nosotros bautizamos como la zarpada familia. Si algún marciano se acercara a la Tierra y quisiera saber lo que es el miedo le mostraría una foto (que no tengo) de los tres en esa época. Calculo que si se juntara toda la cocaína que llega anualmente a Hollywood para abastecer actores, directores, productores, etc., no alcanzaría para cubrir lo que se gastaba en la casa del Chino en un mes. Es verdad que también consumían muchos “amigos”, o sea muchos parásitos que con tal de llevarse unos cuantos raquetazos de arriba era capaces de soportar las anécdotas tenebrosas del Flaco, las paranoias violentísimas del Chino y los ataques de furia casi psicóticos de La Pitufa. Yo estuve en esa casa tres o cuatro veces, invitado por La Pitufa, y era como jugar a la escondida con el Cuco. Ahí escuché, por ejemplo, de boca del Flaco, cómo en una oportunidad no había tenido más remedio que apoyarle un tres ocho en la cabeza a un bebé que estaba en los brazos de la madre. “Flaco, vos le hacías algo a ese bebe y yo te boleteaba a vos, la reconcha de tu madre...”, le decía La Pitufa. El Chino se callaba, indiferente a la polémica, y peinaba con prolijidad. “Tampoco era un bebe, debía tener dos años...” aclaraba El Flaco. Esa era la tónica más o menos de las conversaciones, si todo andaba tranquilo. Si se pudría, se lo podía ver al Chino arrancando el fierro y diciéndoles a todos que se tiraran al piso porque los cobanis venían a reventar la casa, o a La Pitufa, completamente sacada, romper todo a los gritos mientras decía que se iba a volar la cabeza.
Aunque parezca mentira, y pese a que nosotros, desde la vereda de enfrente, apostábamos a ver quién iba a ser el primero que terminaba en naca o fiambre, mantuvieron (con altibajos) el ritmo varios años. La yuta conocía sus biografías de memoria pero El Capanga repartía billetes que generaban alrededor de ellos una especie de manto de invisibilidad. El cuerpo todavía les aguantaba (pese a dos sobredosis de La Pitufa y una del Chino; El Flaco, cero, por supuesto. A veces me pregunto si la fórmula de la cocaína no la habrá inventado él) Laburo siempre había, teca por lo tanto también, droga ni hablar. Vivían una edad de oro.
Pero para toda edad de oro siempre hay un corte (por eso son vistas como edades de oro, sino sólo serían un presente más o menos agradable o intenso) y en estos casos además suele ser abrupto. Una noche La Pitufa había ido sola a ver a Viejas Locas (rarísimo, porque ya casi ninguno de los tres salía si no era para laburar) El Chino se quedó con un primo, El Chapu, y con el Flaco, para variar tomando pala. Por una muy puta casualidad, cerca de las doce se quedaron sin merca y sin plata, justamente ellos, que se habían acostumbrados a hacer canutos con billetes de cien dólares. El Chino se la tomó con calma, se clavó dos lexotanils, se hizo un buche de wiskhy y se fue a dormir. El Flaco y el primo del Chino decidieron seguir la joda. Se alejaron un poco y a ocho o nueve cuadras de la casa se cruzaron con una pareja y un chico de tres años. El padre (después se supo que era milico) al parecer se resistió, El Flaco para convencerlo no tuvo mejor idea que repetir el numerito de la pistola en la cabeza del nene, “hijo de puta, soltálo”, “loco, quedáte piola porque te mato al guacho”, hubo un forcejeo y finalmente en el quilombo al Flaco se le escapó un tiro y le voló la cabeza al pibito. El Chapu tuvo a bien darle un culatazo al padre y no meterle un corcho, antes de salir corriendo.
El Flaco a la casa no volvió. El Chapu sí, y arrastrando al Chino, que estaba manbeadísimo, lo subió a un auto, le aviso a un par de pibes lo que había pasado para que se lo dijeran a La Putifa, y después voló. La Pitufa llegó un rato después y cuando se enteró de todo casi se queda seca. Estaba desesperada. Yo esa noche no la vi, porque había empezado a salir con una mina de Ituzaingo que había conocido en el CBC y generalmente me quedaba a dormir en su casa, pero me contaron que se hacía unos rayones de merca que ni al Flaco le vieron peinar, que se bajó en una hora una botella de litro de Criadores y dos petacas de vodka con naranja, y que cuando se quedó sin alcohol, como no consiguieron más, ella seguía dándole a la papa y con cada sartenazo quedaba temblando, se tajeaba con una gilette en el brazo, para bajar un poco. Durante las dos horas que estuvo ahí se limitó a repetir unas tres mil veces que al Flaco lo iba a boletear y a la madrugada también zafó.
Al otro día la noticia fue tapa de todos los diarios. El Capanga, antes de que alguna gota de sangre le salpicara el traje, decidió retirar su manto protector, y al rato y como por arte de magia, la policía recordó que tenía unas treinta causas donde los muchachos de la zarpada familia podían tener directa relación. Los pedidos de captura salieron a la velocidad de la luz, y entre el periodismo, como todos los delincuentes eran altos (El Chapu también era una torre) se empezó a hablar de “la banda de los basquetbolistas”.
Al Flaco lo agarraron a los cuatro días en la frontera con Paraguay, en plena efervescencia mediática. Como al Capanga no le convenía que se pusiera a hablar, repartió billetes a diestra y siniestra para que lo suicidaran, cosa que ocurrió antes de que El Flaco declarara. Dos días después del “suicidio”, en un operativo en el que participaron casi cien policías (y en el que murieron tres, además de varios heridos) en una casilla de Ezpeleta El Chino y El Chapu se adjudicaron un promedio de treinta balazos cada uno (El Chino cuarenta y tres, El Chapu diecisiete. Lo del promedio es literal) La Pitufa se guardó unos días nunca supimos dónde. Pero a diferencia del Chino y del Flaco, que casi desde que se bajaron de la cuna fueron El Chino y El Flaco, La Pitufa tenía una ventaja. Antes de ser una piba chorra y antes de ser una adolescente punkie La Pitufa había sido Vanina Gutiérrez. Los cortes de gilette, las quemaduras de cigarrillos, las cicatrices, los tatuajes, con la ropa adecuada, más o menos se pueden disimular. Eso, más corte y teñida de pelo, el reflotar expresiones que hacía años que no usaba y el hecho de que la policía era a la que menos interesada estaba en agarrar, la llevaron hasta la Patagonia. En Esquel conoció un tipo, se rescató bastante y estuvo un par de años con él. Después se peleó y se puso a yirar por el sur. En el sur hay menos droga que en Buenos Aires pero droga hay, y cualquiera que sea del palo sabe qué puerta hay que tocar para que te atienda alguien que se toca la nariz cada treinta segundos y que cada diez minutos va al baño. Hace una semana, mientras leía el diario tranquilo después de haber rendido (¡por fin!) el final de Teoría y Análisis, en la sección policiales encontré un cuadrito mínimo que decía que a Vanina Julieta Gutiérrez la encontraron muerta de sobredosis la madrugada del 3 de julio, en un baldío de Puerto Madryn.