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La sospecha de ser dirigido (y por lo tanto, el presentir la cercanía del misterio decisivo de su existencia) se había convertido en un pájaro negro que clavaba garras broncíneas en su conciencia atormentada, pero cuando Charlie abrió la puerta y descubrió a la mina acostada en bolas sobre un viejo colchón verde de gimnasia, la verdad es que olvidó la cuestión del todo. Charlie no había vuelto a garchar con una sidosa desde que el examen le dio positivo y le pareció que era un buen momento para repetir la experiencia (pegarse el bicho dos veces era exactamente lo mismo que pegárselo una vez; ventajas de estar infectado) Sin prólogo ninguno (¡cómo si hiciera falta!) se abalanzó sobre la mina, le acomodó el zodape con brusquedad y empezó a bombear a todo vapor, mientras la argentinita se ponía bizca con expresión pseudo-extática. La mina olía a un concentrado intenso de garche previo y sobaco (más de lo segundo que de lo primero, pero de esto último había bastante, si uno se ponía minucioso) aromas camouflados con alguno de esos perfumes que el Uruguayo vendía frente a Plaza Once, y cogía rápido y con rabia, como en general, según su experiencia y no sabía bien por qué, las argentinas de baja estatura. Mientras estaban en pleno forcejeo sexual, la puerta se abrió y entró la prima de la mina, una paralítica muda prodigiosamente degenerada, según le había explicado Ferné (al punto de haberse comido, en medio de una partuza en ese mismo lugar, los soretes que El Gordo Folio había olvidado en la palangana de la pieza) Usaba un trajecito blanco tipo primera comunión, y aunque polvoriento y apolillado el vestido le otorgaba una (macabra) apariencia de inocencia, al punto de que Charlie la definió mentalmente como un “hadita coprófaga”. El hadita sin embargo al parecer no se sentía estimulada por el espectáculo y permanecía en un costado, expectante. ¿Habría algo en él que le provocara rechazo a la muy reventada? Charlie maldijo sus escrúpulos, que le impedían arrastrarla de los pelos con silla de ruedas y todo, para hacerla participar de prepo en el quilombo. De cualquier manera, desde que había llegado a la Argentina había progresado tanto en ese aspecto que tampoco era para criticarse demasiado. Lejos estaba el pálido estudiante de Letras que malgastaba los atardeceres de Montreal encerrado en la biblioteca leyendo a Séneca en latín. Ahora era algo así como un personaje de Henry Miller, y casi agradeció el haber cedido a la presión de sus compañeros que, a los treinta y cinco años lo obligaron a que se desvirgara con una prostituta que mordía la tercera edad; y también casi agradeció que él, por timidez justamente, no se hubiese animado a ponerse el forro, al que estuvo mirando aterrado durante la revolcada, redondo y amenazador como el ojo de un cíclope (¡ah, helenismos remanentes!) sobre la mesa de luz. Dos semanas después, cuando le confirmaron que tenía el bicho (como le gustaba llamarlo, usando la jerga porteña de la que tan orgulloso se sentía, como antes se había enorgullecido de hablar el griego de la época de Hesíodo), y después de la depresión inevitable, se había tomado un avión al otro lado del mundo y se había dedicado a revolcarse en el fango, como dijera Rimbaud. ¡Qué bien (o qué mal pero qué bien) se sentía desde entonces! En esos seis meses en el hotel de Congreso había aprendido a vivir en serio y a fondo, reflexionaba mientras la sidosa le hundía el dedo gordo del pie en el culo y la puerta volvía a abrirse y Julieta, el travesti oficial del hotel (un indio de cien kilos de peso y uno sesenta de altura, teñido de rubio y disfrazado de diva de los ochenta) ingresaba a la habitación tarareando El Danubio azul y se ponía a armar unos lagartos de merca de veinte centímetros de largo. Mientras el hadita revoloteaba en torno a la silla donde Julieta/o trabajaba (“con razón se hacía la arisca, la turra esperaba la merluza”) Charlie se detuvo a imaginar, cuando escribiera sus memorias, que nombre le podría a este capítulo de su vida. “¿Bilgdunsroman de la mugre?...” ¡Epa!, ese título no estaba nada mal... Esta historia por demás chocante la escribí mientras esperaba el avión que me llevaba a Canadá, el 15 de enero de 2002. Ahora, que hace un año que estoy en Montreal y que empiezo un nuevo diario, no sé bien por qué, vuelvo a copiarla. La repugnante aventura escatológica de Charlie fue una de esas narraciones que yo llamaba “relatos escritos por influjo de los de atrás”. Textos que usaban expresiones, ideas, personajes que, muy a mi pesar, se me filtraban a través del contacto con el mundo circundante y que conscientemente siempre rechacé con espanto. Viajes en el Sarmiento, diálogos de mis primos, anécdotas en asados familiares... Circunstancias que de sólo recordarlas me hacen erizar la piel. Creo, de cualquier modo, que nunca escribí algo tan sórdido. La historia de Charlie es el resultado de toda una vida ahogándome en un ambiente atroz, es la concentración de todo lo negro que representa para mí la Argentina en una página y mi sensación posterior de liberarme de toda esa suciedad, de exorcizarme, de vestirme de blanco. Supongo que debo estar agradecida al derrumbe social delaruista por hacerme reaccionar y entender que en el país donde nací no hay lugar para mí. Ahora, después de haber conocido Montreal, me aterra pensar que alguna vez pueda volver a las tolderías donde pasé los primeros diecisiete años de mi existencia. No quiero parecer trágica pero prefiero morir a volver a Argentina. El aire es irrespirable; la suciedad está en todas las caras; la mediocridad, la ordinariez y el desorden imperan. Comprendo que hay aspectos desagradables de la vida – en general todo lo que tiene que ver con la biología - que son inevitables. Pero la labor humana tiene que, primero, comprimir su presión y, segundo, encauzar esos aspectos a través de la cultura hasta tornarlos irreconocibles. En Argentina no hay la más mínima noción de esto. Me acuerdo de haber hablado una vez estas cosas con mi prima Helena, la única de las personas de mi familia con las que tuve un trato no exclusivamente protocolar. La muy idiota me habló de mi “racionalismo patológico” (hacía dos meses que había empezado la facultad) y me prestó El malestar en la cultura, de Freud. ¡Como si Freud hubiera descubierto algo! Por supuesto que la cultura implica malestar, porque para la mayoría de los individuos toda tensión, todo deber se traduce casi al instante en molestia. La cuestión es no dejarnos dominar por esos aspectos (ay, Argentina, Argentina) y educarnos en los grandes modelos. ¿Esto es imposible? ¡No, no y no! Desde que estoy en Canadá puedo decir que las cosas son distintas. Aire limpio, costumbres ordenadas, autoridad firme pero estimada por los subordinados, laboriosidad, respeto, elegancia, estudio... De sólo recordar a mi hermano Pablo eructando como un neanderthal mientras yo tomaba un té a las siete y media de la mañana, de sólo pensar en Pedro Uni mostrando sus genitales en la clase de Plástica... En una tribu de hotentotes uno encontraría mejores modales que los que tienen los animales entre los que me tocó nacer. Canadá en cambio es un hermoso país y Montreal es una hermosa ciudad, culta, distinguida, moderada, aunque también, a veces, aparezcan lunares en ella. El último tiempo, es verdad, noto cada vez más detalles que me preocupan. Insultos en la calle, groserías, y el otro día, por ejemplo, hasta vi un tipo que vomitaba en una esquina. Estaba ebrio, por supuesto. No sé, no sé... ¿llegará el día en que tenga que mudarme de Canadá porque los bárbaros nuevamente golpean a las puertas de Roma? ¿Tendré que terminar mis días en Noruega, o en el Polo Norte? Pero... ¿por qué los demás no desean el orden y la limpieza? ¿Por qué no los fetichizan como yo? A veces creo que tal vez mi instinto de perfección esté excesivamente desarrollado. Es verdad que ya no me lavo hasta sangrar para sacarme la sensación de suciedad, pero por momentos siento que jamás encajaré en ningún lugar. ¿Qué otra persona contemplaría como objeto estético una aguja esterilizada? Sí, a veces, cuando me miro con algo de distancia, me temo que soy casi un ser de ficción. ¿Y si yo fuera un personaje que algún imbécil utiliza para hacer algo tan anacrónico y lleno de necia moralina como una sátira social? ¿Y, qué te parece? Acá empezaría la escritura del “verdadero” autor (que para la ocasión bien podríamos resucitar, ¿no?) Todavía tengo que definir quién está escribiendo sobre la histérica ésta, que a su vez está escribiendo sobre Charlie. (Por supuesto, podría repetir el artificio ad infinitum, pero sabés que prefiero esbozar el gesto a exprimirlo) Trato de jugar con el encadenamiento de los relatos, con la imposibilidad de detener el movimiento en la escritura. El relato adentro del mundo y el mundo adentro del relato, el mundo es el relato y el relato es el mundo, etcétera. O como diría Fogwil, “escribo para no ser escrito”. O sea, el terror de quedar atrapado en un relato ajeno. La escritura así sería un mecanismo de defensa, la única manera para escapar al entretejer de las tramas de escritura que los demás arrojan sobre uno. Pero al mismo tiempo el escritor sería un cazador cazado, porque también él queda atrapado en su propio relato. Y además, ¿quién podría definir qué es lo ajeno y qué es lo propio? De hecho, estaba pensando, ¿y si el autor “verdadero” fuera yo? Ahh, ¡qué vértigo, qué pavor, qué asfixia!, ¿no? Sería como el genio atrapado en la botella. Dentro de cien años alguien va a abrir este texto y yo le voy a conceder tres deseos, pero yo ya no voy a ser yo (¡Hola Lorca, hola Cerati y Melero!) porque la escritura me va a haber despojado de toda mi individualidad. En fin, me caigo de sueño, me quedé sin cigarrillos y además Juana me llama a los gritos desde la cama. Te adjunto además de este breve entretenimiento, el archivo de excel con las notas de los exámenes. Bueno, Pedrito, nos vemos el miércoles en el teórico. Saludos y un abrazo, Diego. Graciela se sirvió un mate frío y lo saboreó despacio, sin dejar de releer lo escrito. Después cerró el archivo y salió del word. Estaba contenta con el cuentito. Los personajes estaban bien, aunque para terminar de definir al profesor tendría que releer algo de teoría literaria. Le dio fiaca la idea, se estiró, se sirvió otro mate frío (estaba asqueroso, realmente, pero necesitaba felicitarse con algo, con cualquier cosa que tuviera a mano) La verdad, tenía ganas de dejarlo así. Levantó la vista hacia al techo, blanco como una hoja de papel, y su euforia diminuta y efervescente se aplanó enseguida. Se quedó triste e inmóvil largos minutos – o un minuto larguísimo – y después, desganada, reabrió el archivo y empezó a leer de nuevo. Una sonrisa tímida quebró su seriedad y cuando terminó ya estaba sonriente del todo y casi satisfecha con su destino. Al final, tampoco está tan mal ser un personaje que vive en el cuaderno de una secretaria canadiense, si ésta es una chica más o menos cínica y divertida, y la hace a una también cínica y divertida.