CORTOCIRCUITO



Como tirarse del tobogán más alto y empinado de la plaza a los siete años, como viajar en el tren fantasma a los nueve, como tener en las manos una foto pornográfica y sentir que todo el cuerpo entra en ebullición a los doce, emborracharse un viernes a la tarde es un tropezón mágico, el ingreso a un parque de diversiones lleno de maravillas y calamidades. Lejos de la borrachera obligatoria del sábado a la noche en el boliche o en el pub, donde la etiqueta nos obliga a mostrarnos completamente ebrios y por lo tanto a recuperar a trago limpio el tiempo perdido; a años luz de la borrachera sedentaria de la mesa familiar o de la reunión de compañeros de trabajo; sin relación con la rutina comprensible pero tediosa del alcohólico profesional; la borrachera de la tarde del viernes[1], tranquila y apacible pero siempre en un crescendo vertiginoso, es como una puerta que se abre en una casa conocida (tan conocida como la ciudad de todos los días) y que de pronto nos conduce a un altillo en el que, entre el polvo de los años y la poca luz que se filtra por la ventana, comenzamos a adivinar cuadernos con anotaciones en alfabetos desconocidos, astrolabios polvorientos, misteriosas estatuillas chinas.
Salimos del colegio o de nuestros trabajos, nos sentamos en una esquina o en una mesa de bar (preferiblemente en la calle, en su defecto cerca de la ventana, para dejar acariciarnos por el sol y el ajetreo exterior) ojeamos por arriba las noticias del viernes (que nos interesan tanto como a un esquimal la teoría de X con barra de Chomsky) pedimos nuestra primera copa y/o botella, y después de algunos tragos de cualquier bebida que tenga algo de alcohol (exceptuadas naturalmente aberraciones como el anana fizz) la semana laboral se torna incomprensible e inofensiva. Sí, todavía estamos a apenas un par de horas de la esclavitud del día a día, y sin embargo nos alejamos en cualquier dirección y a toda velocidad, como un maratonista que se hubiera vuelto loco, como un barco lleno de luchadores de Sumo se alejaría de una isla de caníbales. No hay brújula, astro o satélite que nos dirija, estamos sentados en un carrito de montaña rusa que se petrifica en su descenso, nos desborda una efervescencia fija en una silla. La borrachera que empieza a formarse en nosotros el viernes a la tarde es posibilidad pura, aunque no se concrete en nada, aunque termine en fracaso o aburrimiento, porque lo que importa es la sensación de despegue incontenible, la apertura a una epifanía estrepitosa y sonriente. El lunes no alcanza todavía a definirse y apenas se muestra como un punto remoto y diminuto, poco serio. La semana y su resaca de archivos de excel y facturas de gas ya no existen, están amputadas, borradas, mutiladas, serruchadas. Al parecer, no queda más que el instante. Y en el instante, el universo entero disuelto en un vaso.
Es probablemente uno de los pocos momentos en que una gran ilusión colectiva me parece válida de principio a fin: el apuro de los que salen de la oficina como de la guerra de Irak se mezcla con la euforia de los estudiantes que se homenajean unos a otros con cigarrillos en la esquina del colegio; con las multitudes que con los codos en punta se asardinan en los trenes; con los primeros pisteros que exhiben orgullosos el gruñido de sus motores; con las bandadas de pendejos en bicicleta que pasan rápidos como fotogramas; con el motoquero que hizo su último viaje y arma con tranquilidad búdica una chala sentado en una plaza; con el cuidador del estacionamiento que enciende el televisor blanco y negro, abre una cerveza y se acomoda para el partido que arranca a las nueve; con la chica de tercer año que se hace un piercing con su amiga al lado y le explica cómo en el boliche se piensa transar al flaco alto de quinto; con el obrero que sale de la obra bañado como un lord y saborea un vino con gaseosa; con la cincuentona que en la peluquería espera turno para hacerse una permanente para el casamiento de su sobrina; con el jubilado que prueba su Cinzano y le agrega un poco de soda mientras reparte las cartas con solemnidad; con los merqueros que terminan la colecta y salen entusiasmados para la villa a pegar cinco gramos... Este fondo costumbrista, que en otra circunstancia sería digno de una serie de Suar, sin embargo está metamorfoseado por el alcohol, que como un hada madrina maníaca nos trastorna y nos hace ver que todo, absolutamente todo puede y está por suceder. Los bares y cafés parecen terminales de ómnibus, las terminales de ómnibus parecen puertos, el puerto parece un bar o un café. Es como si se aflojaran los tornillos que unen Buenos Aires a la ley de gravedad, como si se sacrificara a Newton en medio de Plaza de Mayo y la ciudad entera estuviera por empezar a levitar. El olor a viernes sumerge todo como un maremoto tibio y hace llegar hasta las letrinas de los baños de Constitución su perfume a tarde de verano, incluso en el corazón más helado de julio, incluso en la tarde más lluviosa y negra. Y este trampolín con garantía, este filtro privilegiado está al alcance de cualquiera que conozca el truco y tenga diez pesos en el bolsillo.
(En relación con lo de los diez pesos voy a establecer un principio, que no necesita seguirse a rajatabla pero que suele ser útil: en estos casos, cuanto más barato el alcohol, mejor. Y esto, que en absoluto es un postulado pseudo-populista, es en cambio una proposición de contundencia matemática: menor calidad, más cantidad. Por supuesto, no querría pecar de hipócrita, porque yo también tomo vinos de mediana calidad, sentado en una mesa, frente a un plato de comida custodiado por cuchillo y tenedor y con una servilleta blanca para limpiarme la boca. Pero estoy hablando de las condiciones que precisamos para una aventura, no para disfrutar de una cena. El buen vino es eso: buen vino, y jamás negaría una botella de Felipe Rutini si alguien se tomara la molestia de regalármelo. Pero de ahí a hacer un culto de la necesidad de la buena bebida, a escuchar las lecciones presuntuosas del enólogo o admirar el buche ridículo - esa especie de imitación del loro - de aquel que sabe tomar, bueno, hay un mundo de distancia. El que sabe tomar es una especie de enciclopedista del alcohol, un funcionario de bodega con carnet, un burócrata con un insoportable tonito didáctico-pedante de sabelotodo de sexto grado. Por otro lado y sin llegar a entrar en esa categoría extrema, mucha gente desprecia los fernets dudosos, los vinos de cartón y otras lámparas de Aladino por el estilo, por un error sencillo, que consiste en valorar esas bebidas por lo que proclaman sus etiquetas. Porque nadie en su sano juicio pude pensar que un fernet auténtico salga cinco pesos, o que un vino dos, o un peso con sesenta. Bien, damas y caballeros, voy a aclarar la cuestión: las etiquetas mencionadas son metáforas, pasaportes de respetabilidad ridículos pero legalmente necesarios. Esas bebidas son otra cosa y con ese espíritu deben ser consumidas)
Pero estábamos ante el punto de inflexión en que Buenos Aires va a dejar de ser un espacio abstracto, la suma de los planos de la guía T, para transformarse en el escenario de un safari: nos confundimos con las interminables tandas de gente que entre bocinazos, vapor de panchos, vibrar de subtes, canciones de celulares y luminosos éxtasis publicitarios cruza calles y avenidas en todos los sentidos, como líneas de un arquitecto desquiciado; nos dejamos hipnotizar por luces de semáforos, luces de vidrieras, luces de coches, luces de publicidades, luces de edificios, luces de aviones; deambulamos en cualquier dirección y cuando tenemos ganas podemos parar en una esquina; preguntamos la hora sólo por el placer de confirmar que el tiempo está quieto como en un reloj roto; miramos con ojos asombrados al sol que se hunde lentamente en el horizonte y deja, según la época, amarillos barrosos, manchas de sangre seca, rosas fríos y distantes; estudiamos con rigor científico el culo de las mujeres que pasan
[2]; tratamos de ubicar ese bar donde sirven chops de un litro de cerveza; buscamos un pasaje para mear contra un árbol. También podemos sentarnos en un escalón al lado de la casa de la que sale ese tema de AC/DC que no escuchamos desde los catorce años; detenernos delante de una ventana para observar, como en una pecera, la incomprensible vida cotidiana de un hogar desconocido; acomodarnos en un café de barrio y clavarnos tres botellas de vino al hilo con un amigo. Y con cada trago el mecanismo funciona con mayor precisión, las carcajadas son más despreocupadas, la atmósfera más irreal, la invulnerabilidad que presentimos casi casi concreta. La borrachera es un hecho irreversible, una corriente de euforia que nos arrastra mientras la noche – otro hecho irreversible - cae sobre nosotros. Y el mundo entero está abierto, reluciente y a nuestro alcance. Aunque después no agarremos nada.
¿Paraíso artificial? Por supuesto, en el sentido más noble del término y en el único verdadero que tiene la palabra paraíso: una mentira en la que estamos cómodos. ¿Muerte a corto, mediano o largo plazo? Sí, como cualquier otra (y por otro lado para eso se inventaron los accidentes, para demostrar que una persona puede hacer pesas, tomar café descafeinado y pasear con un barbijo por la calle y un camión puede pasarla por arriba sin demasiado escándalo de nadie) ¿Escapismo? Claro, como todo fenómeno cultural que nos distrae de una manera u otra de saber que nuestra existencia no tiene mucho más sentido que una langosta, que una taza de café con leche frío, que una nube que pasa. ¿Empantanamiento en el fango, deseo que llama al deseo y que no acaba nunca? Obviamente, de eso se trata la vida, ante cualquier duda consulte a Schopenhauer.
Si yo tuviera que definirla, preferiría hablar de una caja de sorpresas que no esconde nada excepto a ella misma; cañita voladora; puerta trampa; instante acribillado; no rotundo; sí a lo que sea; meteorito en llamas; sexo en un baño; carga de caballería; teatro de revistas; jeroglífico aullante; agencia de viajes; cabaret de David Lynch; picadura de avispa; religión sin culto ni panteón; una borrachera el viernes a la tarde, con su omnipotencia de juguete, con sus rápidos destellos nostálgicos, con su puesta de sol irrecuperable, en definitiva es ese momento en que olvidados de nuestra vida, que se queda, ¡pobrecita!, muy pero muy lejos allá abajo, nos elevamos en un globo colorido, y al sentir el viento en la cara no podemos menos que empezar a reír.
[1] Abro el paraguas ante el posible dardo sociológico-clasista. No ignoro que mucha gente trabaja de lunes a sábado, e incluso de lunes a domingo al mediodía (además de quienes, como los gastronómicos, tienen franco en algún momento a mitad de semana, y sin contar con la realidad monstruosa de personas esclavizadas que no tienen franco ninguno) Si escribo “la borrachera de la tarde del viernes” es porque mi trabajo es de lunes a viernes, pero demás está aclarar que el ejercicio de emborracharse en el momento de la suspensión de la actividad laboral puede ejecutarse, mutatis mutandis, en cualquiera de los casos anteriores (a excepción del último, por supuesto)[2] Abro el paraguas ante el posible dardo feminista. Si escribo “el culo de las mujeres que pasan” es porque pertenezco al género masculino, y el culo de las mujeres es lo que por vocación y educación me dedico (entre otras cosas) a mirar cuando pasa una dama, lo que de ninguna manera quiere decir que este ejercicio de emborracharse un viernes sea un privilegio exclusivamente masculino. Está demás aclarar que cualquier joven o señora (incluso cualquier anciana) puede empinar una botella y dedicarse después a estudiar los ojos, la sonrisa, el torso o bien el bulto de los caballeros que circulan por la vía pública.