CHIC




Si hacía memoria, la primera decisión conciente que empezó a determinar su vida probablemente había sido el inicio de su pequeña mitología bolchevique. Hasta qué punto fue conciente del todo no podía decirlo, porque el mito soviético en realidad lo empezó a construir de rebote, allá lejos, en sexto grado, a partir de uno de esos programas nostálgicos que repasaban el siglo XX y que daban los sábados a la tarde (el que en la propaganda pasaban Hard day´s night) Un día de lluvia haciendo zapping se había interesado en los avatares en torno al Muro de Berlín, y el lunes en el colegio empezó a joder con lo bien que había hecho la República Democrática Alemana (dos días antes ni siquiera sabía que Alemania estaba separada) al levantar un muro que impidiera salir a los disidentes. Cosas de chicos, claro, pero en la primaria de un colegio parroquial de Caballito, en el año 1987, que un alumno de sexto grado hablara de la política de la República Democrática Alemana bastaba para que ante sus compañeros apareciera como un intelectual, además de que lo que él había dicho para hacerse el gracioso fue tomado con una mezcla de curiosidad (nadie entendía nada de política, más allá de lugares comunes y slogans) respeto (al conocimiento que implicaba) y naturalmente rechazo (al pisoteo de los derechos humanos, etcétera). Los valores convencionalmente democráticos de la clase media después del Proceso eran en general rigurosamente defendidos (más que puestos en práctica) y nadie tenía la imaginación suficiente (ni siquiera a nivel discursivo) para abrir un poco el juego. Él de golpe encontró en la defensa puramente retórica de los valores bolcheviques (y en el rechazo también retórico de esos valores por los demás) una oportunidad para distinguirse de sus compañeros, entre los que, por cierto, jamás había encontrado un terreno en el que sobresalir. Al notar el efecto causado, a partir de ese día empezó a averiguar un poco más acerca de la URSS, del marxismo y demás, y cada vez que podía mechaba algún comentario pro-soviético, alguna referencia a la China de Mao, alguna instantánea del Vietcong. Sus compañeros le empezaron a decir El Ruso, pero uno que era un poco menos predecible o que estaba un poco más informado le puso Lenin, apodo que la mayoría redujo finalmente a Leni. Leni a partir de ese momento, con sus reflexiones antihumanitarias (en el sentido burgués, naturalmente) su rechazo del capitalismo y sus tres o cuatro nociones marxistas pudo ganar un poco de espacio (tampoco tanto) en la esfera de los cancheros, un pequeño paraíso compuesto por los cuatro o cinco mejores jugadores de fútbol (menos uno, Cruz, que jugaba muy bien pero que era demasiado boludo) los cuatro o cinco más quilomberos y las cuatro o cinco chicas más lindas del grado. Como Leni era un chico bastante inteligente, solía decir cosas divertidas y chocantes, y sabiendo que su popularidad estaba en proporción directa con cierto aumento de los intereses generales por parte de los cancheros (que por una cuestión de edad ya no se limitaban exclusivamente a ital parks, ataris, camisetas de fútbol, y eventualmente a humillar a los blancos fáciles del grado, sino que pretendían ampliar un poco el marco de su mundo) no dejó de hacer el papel del crítico extravagante siempre que podía. Los cancheros lo toleraban y le tenían respeto (hasta ahí) porque daba al resto del grupo un airecillo intelectual y algo de esa madurez que los mayores los habían convencido de que habían alcanzado recientemente. En sexto grado Leni mantuvo su posición tranquilo hasta el final. En séptimo empezaron a avanzar otras preocupaciones, algunas esbozadas previamente pero ahora convertidas en verdaderas obsesiones, sobre todo el tema sexual, y Leni ahí perdió terreno. La verdad es que era demasiado tímido para participar de los concursos de pajas que se organizaban en las piezas del hotel de la Falda, para jugar al semáforo en los bailes o para apretar a una mina en un lento. Tampoco compraba cassetes de Madonna o de Europe o de los Pericos, ni escuchaba Radio Bangkok (pese a que a fin de año probó un par de veces, pero se aburrió enseguida) ni tenía skate. Claro, el problema de Leni es que todavía no se había desarrollado y si sumamos a esto que la música (agente socializador fundamental) mucho no le gustaba, en fin, estaba bastante jodido. Pero la remó y llegó a fin de año con su primera paja y todavía reconocido por los cancheros como un bufón relativamente simpático. Al año siguiente pasaron dos cosas: Leni entró al secundario y se vino abajo el Muro de Berlín. Los padres, que andaban cada vez peor de plata, decidieron dejar a Leni en el mismo colegio, y habiendo menguado bastante el monopolio sexual (y más asentado él en ese aspecto) conociendo el terreno de la escuela y revalorizada su máscara bolchevique (y más extravagante que nunca después de noviembre y la efervescencia democrática post-caída del Muro) más o menos volvió a brillar, con varios momentos célebres (el más notorio, su debate acerca de los derechos humanos con la profesora de cívica). De esa época vino también su idea de ser escritor, y para eso arregló, con una plata que le había dado su abuela, una máquina de escribir abandonada que juntaba polvo en el sótano. Pero aunque pasó muchas horas delante de ella jamás logró escribir una línea que le pareciera aceptable y para compensar el vacío de escritura propia empezó a leer con bastante intensidad y en un orden caótico los clásicos de todos los tiempos. En segundo año tomó su primera cerveza, chupó su primer par de tetas, pisó su primer boliche y a fin de año tuvo su primer desmayo, después de tomar cuatro litros (y medio) de cerveza. Como empezaba a encontrar un camino paralelo de reconocimiento entre sus pares, el marxismo empezó a quedar un poco de lado, aunque llegado el caso Leni podía hablar con bastante apasionamiento de la NEP o del Ejército Rojo. En tercer año casi no pronunció las palabras capitalismo y/o socialismo. Se dedicó en cambio a ir a bailar religiosamente viernes y sábados y a tomar cada vez más (cerveza primero; vino enseguida; cualquier cosa un poco después) no sólo las noches en que salía sino casi todas las tardes. En cuarto año empezó a escribir su primer relato bajo el influjo de Las memorias del subsuelo de Dostoievsky, un cuento muy malo que quedó a medias (y que después perdió) Además, su mamá murió de cáncer y Leni, en una suerte de combinación de su antigua militancia con una ironía inconsciente (el vodka fue uno de los principales problemas sociales de la URSS, además de que los rusos en general lo toman puro, agregarle tónica es más yanqui que la ley de Lynch) optó por el vodka tonic como su bebida oficial. Ahí empezó a tomar en serio, y no era raro que a lo largo de un día (¡y sin dejar de ir al colegio!) Leni se hubiera bajado al final de la jornada una botella entera de vodka, generalmente solo. En cuarto año bis (se llevó seis a marzo y no las rindió; pasó al Vieytes) Leni era (a diferencia de sus compañeros, que se mamaban como animales los viernes y sábados pero que el resto de la semana, salvo alguna birra ocasional, no tenían contacto con la bebida) un alcohólico hecho y derecho, que tenía dos ventajas. 1) sabía dominarlo perfectamente 2) en su casa era lo suficientemente prolijo como para que su padre confundiera su apatía con el paso por esa zona franca para el desgano que es la adolescencia (sumado al duelo por la muerte de la madre, etc). Por el lado de la literatura, a fin de año cayó en sus manos El libro del desasosiego de Pessoa, y pese a considerarla una obra socialmente reaccionaria de principio a fin quedó deslumbrado ante su mezcla de frialdad casi quirúrgica para diseccionar los propios sentimientos, y lirismo mínimo, exaltado y de una precisión que rozaba lo escalofriante. En quinto año además de ir a Bariloche y ganar en Grisú una pulseada alcohólica después de tomarse trece fondos blancos de vodka, de recibir su título (condicional, quedaban dos materias de quinto y una previa de cuarto) y de tener su primera novia estable (Vero, una chica que conoció en un pub que frecuentaba) también se hizo amigo de un conocido de ésta, que hacía un par de años que paraba con un par de chiflados de su barrio, que eran amantes de las armas, de los juegos de estrategia y de todo tipo de interpretaciones paranoicas de la historia (uno era nazi pero admiraba a Stalin y a Mao; el otro era hijo de un veterano de Malvinas y estaba obsesionado con cobrársela a los ingleses; su amigo era el más “normal” y le interesaba la historia de una manera un poco más abstracta). En ese ámbito reflotaron sus viejas pasiones políticas y las discusiones y teorías se prolongaban entre mapas, cigarrillos, artículos del diario, libros y vodka tonic hasta cualquier hora de la madrugada. A fin de año, Leni se anotó en la UBA para empezar el CBC de Historia y con sus nuevos amigos decidieron organizar una especie de sociedad secreta, cuyo ritual de ingreso consistió en una vuelta de ruleta rusa, vuelta que con diferentes grados de temor pasaron todos sin que ninguno dejara los sesos sobre la mesa. En su primer año de facultad Leni se peleó hacia julio con sus amigos y dejó la sociedad, hacia agosto con su novia y dejó el pub y hacia octubre con el padre y dejó su casa. Los resultados más notorios fueron que en sus manos quedó un treinta y ocho con tres cajas de balas que eran del viejo del nazi; que en la última discusión con su novia la amenazó apuntándole con el revólver; que empezó a trabajar en un negocio en Once y se fue a vivir a una pieza con baño propio a dos cuadras de donde laburaba; y que por lo menos tres veces, completamente borracho, jugó solo a la ruleta rusa. En materia de estudios la facultad la había llevado bastante bien la primera mitad del año (promocionó dos y el final de Antropología lo rindió con ocho) pero la segunda mitad casi no fue y dejó todo colgado. En el segundo año de facultad (de cursada, las materias eran las tres del segundo cuatrimestre del año anterior) volvió a colgar todo, pero al menos matizó su creciente aislamiento juntándose con uno de los innumerables grupitos marxistas de Puán (en este caso de pedigree maoísta). Su fogosidad a la hora de hablar entusiasmó al principio a sus compañeros (hablaba de tirar abajo el capitalismo como si se tratara de un proceso similar a un grupo de operarios demoliendo una pared) pero no pasó demasiado tiempo y la mayoría empezó a notar que Leni además de dotes de orador tenía algunos comportamientos algo particulares. Para esa época tenía siempre en la mochila (que jamás abría en público) el treinta y ocho y las balas, las Reflexiones sobre la violencia de Sorel todo subrayado y una botella de vodka eternamente tibia. En una reunión del grupo a la que llegó muy borracho tuvo una polémica con una chica de Filosofía, la puteó mal, y como saltaron varios compañeros de la chica, después de aclararles que eran “un montón de fracasados que lo único que habían logrado era socializar la yerba mate entre ellos”, sacó el revólver, puso una bala en el tambor, lo hizo girar, lo cerró, apoyó el arma en su cabeza y apretó el gatillo. “Lo que acá falta es largar un poco los libritos de Walsh y agarrar un poquito esto...” dijo sonriendo y mirando fijo a un barbudo, que era el que más se había hecho el loco cuando insultó a la mina. Después se dio vuelta y se fue en medio de un silencio glacial.
Su alejamiento del grupo maoísta lo apartó de todo y empezó a dedicarse únicamente al laburo (de ocho a seis) a la bebida (de seis a doce) y ocasionalmente a la ruleta rusa (de doce a doce y cuarto) Con el último trago de la noche muchas veces se sentaba delante de la máquina de escribir, sacaba el revólver, seleccionaba una bala, la apoyaba despacio en el cargador, hacía correr éste y cerraba el arma. Después apoyaba el revólver sobre su sien hasta que sentía una presión fría y penetrante en la cabeza y un nudo confuso de felicidad y vértigo en la garganta. A veces no llegaba a gatillar y sonriendo volvía a poner el arma en el piso, pero otras no la bajaba hasta oír el chic seco del percutor golpeando contra la cámara vacía. Un escalofrío punzante, una sensación de vacuidad helada se expandía dentro suyo y lo dejaba cansado como si hubiera corrido diez horas seguidas. Después se acostaba y se dormía como un bebé.
En marzo de su tercer año en la facultad (que jamás existió) lo echaron del laburo. Leni se había hecho la costumbre de al menos un sábado por mes ir a un prostíbulo cercano, a algunas cuadras de plaza Once (yendo para el lado de Caballito) donde podía hacerse tirar la goma con relativa dignidad por unos treinta pesos. Un martes de muchísimo calor y humedad salió sobre las once a comprar cigarrillos y posiblemente estimulado por una tapa porno que se quedó estudiando demasiado tiempo en un quiosco de diarios, decidió adelantar su visita mensual al cabaret. Volvió a su pieza, buscó plata y después de unos rápidos cálculos financieros, botella de vodka al hombro cruzó plaza Once. Cuando llegó no encontró a ninguna de las chicas que le gustaban. Quiso irse y volver otro día pero le insistieron tanto que finalmente se encamó con una paraguaya que zafaba bastante. Después de acabar Leni estaba por irse pero la paraguaya se había esmerado tanto y Leni seguía tan caliente que finalmente decidió tomar un par de tragos de vodka y pasar a una segunda instancia. La cuestión es que salió a la una y media de la mañana, bastante más escabiado que de costumbre (a esa hora en general ya estaba durmiendo) a una Rivadavia oscura y desolada, y enfilaba para dormir cuando encontró una borrachería abierta en Jujuy, en la que varios taxistas intercambiaban cigarrillos y anécdotas varias, mientras un trava solitario ahogaba sus penas en Quilmes Imperial. Medio tambaleándose se metió en el bar.
A las dos menos cuarto pedía la primera caña (salía dos pesos la medida) A las dos y veinte pedía la segunda. A las tres menos cuarto pedía la tercera. A las tres y cinco pedía la cuarta y la cuenta, pero cuando el mozo trajo ambas, Leni se bajó la medida de dos tragos y agregó una quinta. Para resumir, a las cuatro y cuarenta y tres encargaba al mozo la onceava caña, que el mozo no llegó a servirle nunca porque (le aclaró) “estamos cerrando”. A las cinco menos diez Leni se levantaba de la mesa. A las cinco y tres minutos se desmayaba en la cama de su pieza. A las siete y media sonaba el despertador y casi flotando Leni se metía a la ducha del baño. A las ocho y diez (apenas tarde) Leni llegaba al trabajo pero (pese al agua y al jabón) con un olor a alcohol que se percibía a un kilómetro. A las ocho y veinte empezaba una discusión con su jefe, que se resolvió a las ocho y cuarenta y tres, a las trompadas. A las nueve y cinco, cuando salía del local, el patrimonio de Leni se componía de una mochila verde militar, un montón de libros usados, tres remeras, dos jeans, dos pares de zapatillas, varios calzoncillos, varios pares de medias, un reloj pulsera, un reloj despertador, una máquina de escribir, un revólver, tres cajas de balas, una sensación de nausea insoportable, un labio roto, varios moretones, un telegrama de despido en camino, veintidos pesos en el bolsillo y trescientos cincuenta pesos escondidos debajo de las tablas del piso de su pieza.
Esa noche metió dos balas en el revólver, pero a diferencia de oportunidades anteriores no sintió alivio, vértigo, ni mucho menos felicidad al llevar el arma a su cabeza. Sólo sintió odio; un odio duro, chiquito, infame. Chic, chic. Tiró el arma en un costado y se durmió al instante, aplastado por el cansancio, la borrachera y la decepción.
Las semanas que siguieron a su despido las pasó caminando de acá para allá, repartiendo curriculms y alternando depresión y esperanza de acuerdo a las posibilidades que veía de trabajar, al sol (o a la lluvia) y a la cantidad de alcohol ingerida. En una fotocopiadora le dijeron que lo iban a probar pero finalmente no, y en una pizzería hizo dos días de repartos y el dueño ya al segundo día no le pagó (dos pesos la hora era el sueldo, si no tenía para pagarle esa miseria...) así que nuevamente entre insultos y empujones dejó su trabajo recién estrenado. Leni sabía que después de ese mes no iba a poder pagar por adelantado el mes de la pieza, porque lo poco que había ahorrado se lo estaba comiendo en el día a día. A la noche, después de yirar horas y horas, sacaba el arma como siempre, y como siempre, más de una vez jugaba a la ruleta rusa (con una sola bala, por supuesto) También había empezado a anotar algunos hechos de su vida, recuerdos, imágenes, y a tratar de darles forma en una especie de autobiografía, ejercicio que terminaba inexorablemente con la hoja arrancada con violencia de la máquina y hecha un bollo. Los fragmentos no estaban mal (para su criterio, obvio) pero sentía que le faltaba una forma de estructurarlos, y solía pensar (ingenuamente o no; ¿quién podría decirlo?) que si se le ocurriera la primera frase, algo del estilo “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto”, el resto del relato le saldría preciso, fluido.
Finalmente llegó el último día pago en la pensión y Leni no había conseguido nada. Aunque hacía tiempo que estaba convencido de que las cartas estaban echadas, a la mañana casi por rutina se había acercado a varios negocios, e incluso había tenido una entrevista (resultado: “estamos en contacto”). A las cinco menos cuarto de la tarde estaba de vuelta en Once. Se tomó varias cervezas mientras miraba el atardecer en el bar de la esquina con una sensación agridulce de partida inminente, y hasta se pudo sorprender con dos cosas. Una, con la cumbia que sonaba en el kiosko de al lado, que inesperadamente le gustó mucho. La otra, al ver a la chica morochita que trabajaba en ese mismo kiosko, de la que nunca había podido definir si estaba enamorado o no, con la conclusión irrefutable de que no lo estaba. Después de esos descubrimientos, Leni pagó la cervezas, se metió a la pieza y empezó a darle al vodka a una velocidad desacostumbrada incluso para él. A eso de las once estaba borracho como pocas veces en su vida. Sentado en la cama, observaba borrosamente la pieza chica y oscura, los mosaicos sucios y flojos, las paredes llenas de humedad, la calcomanía del mundial de Italia ennegrecida y medio arrancada al lado de la cama, el cable raquítico del que colgaba la bombita de veinticinco watts. Todo le parecía de una belleza irrecuperable. Pese a que en los últimos días se le había pasado por la cabeza aparecer en la casa del viejo, o tocar el timbre de Verónica, o devolver el revolver a su amiguito nazi y ver si podía dormir en su casa, sabía que esas posibilidades estaban fuera de discusión. Además, ¿de qué se preocupaba? Lo desbordaba una sensación de invulnerabilidad y empezaba a descubrir que era imposible rebajar esa tensión, diluirla, camouflarla para volver a pelear por si eran uno con cincuenta o dos pesos la hora (¿pero eso alguna vez había pasado?) para explicar porque la sociedad capitalista debía ser destruida (¿pero había intentado convencer a alguien alguna vez?) o para almorzar con el padre hablando de la campaña de River (¡¡¿Pero eso...? No, imposible!!) Se levantó, abrió el tambor del revólver y puso seis balas. Después buscó una hoja en blanco y se sentó frente a la máquina de escribir. Al poner la sexta bala, como un chispazo, se le había ocurrido cómo empezar el primer y único relato que iba a escribir en su vida. Era una frase que no sólo no estaba del todo mal sino que además era cierta. Porque efectivamente, si hacía memoria la primera decisión conciente que empezó a determinar su vida probablemente había sido el inicio de su pequeña mitología bolchevique.