CARTA DE UN ASESINO SERIAL ARGENTINO A UN GUIONISTA DE HOLLYWOOD




Como estar encerrado en una cueva durante diecisiete años y de golpe ver el sol: eso fue tu obra para mí, loco, eso; ni más ni menos. Yo estaba en una cueva, encerrado, humillado, con las manos atadas, hasta que vos me regalaste una mañana que yo jamás había imaginado que existía. Mirá, todavía me acuerdo cuando entré al cine, con los ojos bajos, desganado y masticando angustia; pensando en las previas; en Mariana (una mina más grande que yo que me obsesionaba y que nunca me iba a dar bola); en la mediocridad asfixiante de mis amigos, que lo único medianamente divertido que alguna vez hicieron fue rociar con querosén a una gata a la que cuidaba toda la cuadra y que se llamaba Nanina, y después prenderla fuego (¡y encima se pasaron una semana arrepintiéndose!) Yo no sabía nada de crímenes seriales, de la obra a la que un asesino puede dedicar su vida, del vértigo que da el inflingir dolor a los demás. ¡Qué mierda iba a saber yo de esas cosas, si mi viejo era un empleado del Banco Lloyds que hacía años que lo único que hacía era fantasear con el puesto de gerente mientras pasaba de a traguitos el vino de la cena y engordaba un kilo y medio por año, si mi vieja era una maestra bruta como ella sola que lo único que esperaba de la vida era jubilarse (o que una bomba hiciera saltar en mil pedazos el colegio donde trabajaba, para no escuchar nunca más los gritos de los pendejos) si mi hermana fue siempre una arrastradita cuyo único interés era conseguirse algún gil que tuviera algo de guita para no trabajar y poder rascarse la argolla tranquila! Esa era mi familia, loco, cuatro fracasados que ni siquiera sabíamos para qué carajo estábamos debajo del mismo techo, cuatro desconocidos que se encontraron de casualidad en un departamento de la calle Thames y se aburrían juntos por no tomarse el trabajo de mandarse a mudar o por no volarse de una buena vez la cabeza. Sí, eso era mi vida hasta la tarde gloriosa en la que entré en el cine con dos boludos como yo, uno de los cuales, porque leía revistitas tipo El Amante y otras pajereadas para pseudo-intelectuales pedorros, se había convertido en un típico forro cinéfilo, el clásico boludo que años después pone un video club de barrio y se burla de las viejas retardadas que le piden una comedia argentina, mientras él le guiña el ojo a otro resentido pelotudo como él y conversan por lo bajo de algún bodrio que filmó Rohmer hace cuarenta años y que ya ni un estudiante de cine obsesivo-compulsivo se tomaría el trabajo de digerir (y sin embargo, ¡qué agradecido!, Diego Pertuzzi, ¡que agradecido te estoy, pedazo de forro fracasado hijo de puta!) La cuestión es que porque no sé en qué revista o suplemento de los que leía El silencio de los inocentes tuvo buena crítica, el mogólico de Dieguito nos hizo ir a verla (aunque antes de entrar al cine nos aclaró, el muy pelotudo, “es Hollywood de principio a fin, eh, no se esperen otra cosa”. ¡Qué imbécil!) Bueno, la cuestión es que empezó la película, y para que te voy a hablar de lo que vi, hermano, si lo escribiste vos, Jodie Foster y su cara de faloperita reformada que perdió la virginidad escuchando We are the champions, no me dijo demasiado, el boludo de las mariposas, ni fu ni fa, pero Hopkins, loco, Hopkins, ¡qué personaje, hermano!, ¡qué inspiración!, por ahí un poco estereotipado, puede ser, con el tiempo me fui dando cuenta, pero genial, loco, genial de principio a fin. Mirá, para que te des una idea, yo salí ese día del cine por primera vez en mi puta vida con una idea clara de lo que quería hacer: yo quería matar gente.
Al principio fue difícil. Un asesino lo primero que tiene que tener es estructura, ¿no te parece? ¡Cuántos novatos terminan sopres por no saber cómo deshacerse de un cadáver! Por lo tanto, antes de empezar a asesinar hay que tener dos aspectos claves cubiertos: capacidad de movilidad y capacidad de repliegue. O sea, casa y auto propio. Yo no tenía ninguno de los dos elementos, y eso me hundió en una depresión profunda, de la que recién salí cuando recordé que nuestra familia tenía una quinta que el infeliz de mi viejo había comprado allá en los ochenta, cuando no sé qué negocio le salió bien (debe haber sido el único en su vida) pero que mi vieja detestaba porque se moría de frío o calor, según la época, y que por eso nunca habían usado.¡Perfecto, ya tenía mi futuro feudito del horror! Me faltaba el auto, y para conseguirlo estuve más de un año (que aproveché para leer todo lo que pude, porque quería ser un asesino serial instruido y cosmopolita, como el que el arte te debe, maestro), hasta que le pude comprar una vieja combie Volkswagen a un conocido del barrio. Bien, ahora había que pasar al punto dos: las víctimas. ¿En qué me iba a especializar? Un asesino sin obsesión es un diletante, un improvisado, un don nadie. Yo tenía una sola obsesión en esa época: Mariana. Mariana era una chica bastante más grande que yo, que vivía en la cuadra de mi casa: estatura media, piel blanca, pelo negro, ojos hermosísimos, rarísimos y grises, sonrisa dulce de nena buena con apenas una pizquita de perversión, dos tetas pesadas y duras con unos pezones que presionaban contra lo que tuviera puesto y se marcaban como el parante contra el techo de una carpa, un orto carnoso pero tenso y apretado como un globo que se acaba de inflar. Una esfinge barrial, mitad Isabelle Adjani por lo hermosa, mitad Silvia Suller por lo puta. Porque efectivamente, en el plano moral la chica tambaleaba bastante. Las anécdotas sexuales donde ella era protagonista y que circulaban por el barrio le hubieran puesto la pija como una roca a un eunuco alcohólico de noventa años, pero claro, el tema es que Mariana no estaba para perder el tiempo con infelices como yo. Se dedicaba a voltearse turros cagados en plata que le pagaban los servicios y además le regalaban pilcha, joyas, cenas, etcétera, o sea que para mí estaba tan a la mano como Plutón. Yo la veía pasar casi todos los días, taconeando y moviendo el culo con mirada de triunfo y una sonrisa de desprecio absoluto por todo lo que la rodeaba (vivía con la madre, una mina ya grande, en un departamento de dos ambientes a veinte metros de mi casa. Seguramente pensaba estirar unos años más la joda y después buscarse un maridito diplomático, empresario o futbolista, internar a la vieja en un geriátrico, y no volver a pisar la calle Thames en su puta vida) Bueno, volviendo al tema que nos ocupa, yo me autoconvencí de que para tener una obsesión de serial killer profesional primero tenía que sacar a Mariana de mi cabeza, ya que ella bloqueaba todo otro pensamiento al que dedicarme monomaníacamente (¡ah, gran maestro Lecter! ¡Quién hubiera podido tener una obsesión tan poderosa como tu canibalismo!)
Hice un estudio exhaustivo de sus movimientos y para mi satisfacción descubrí que Mariana vivía en un descontrol permanente pero bien sistematizado. Arrancaba la semana el lunes tipo ocho de la tarde: salía de su casa bañadita, se subía a un taxi y se iba a lo de un diputado que la llevaba a cenar a Puerto Madero, después a un telo en San Isidro y finalmente la dejaba a eso de las siete de la mañana en la puerta de su casa, antes de ir a defender los intereses del pueblo; seguía el martes en la casa de un ejecutivo de una discográfica, con el que se internaban desde la noche del martes hasta la tarde del miércoles a mezclar sexo y cocaína en proporciones rigurosamente idénticas. El miércoles a la tarde salía del departamento del productor todavía mandibuleando, volvía a subirse a un taxi y se iba para la casa del dueño de una galería de obras de vanguardia, un viejito de aspecto inofensivo al que uno le hubiera cedido el asiento en el colectivo, que le pagaba para que se encamara con su mujer mientras él miraba (¡y lo mejor es que el muy degenerado no le tocaba un pelo a ninguna de las dos!) El jueves el agraciado era un futbolista que volvió de Europa a terminar de robar lo que pudiera en Independiente (“el club de mis amores”, según declaró) y que al parecer se había medio enamorado de Mariana, ya que era el que más regalos le hacía (¿un futuro marido?) El viernes, doble turno (mañana-mediodía: menage a trois entre ella, un trava y un famoso escritor de libros de autoayuda español; tarde-noche: orgía bien bardera con una bandita de rock en ascenso, su productor y por lo menos media docena de groupies) El sábado era su día free-lance: Mariana iba a bailar a algún boliche o a tomar un trago a algún bar y un par de horas después salía con un garca al azar, que invitaba champagne, telo, frula, lo que pintara. Solamente el domingo Mariana descansaba (una especie de gesto de cristianismo inconsciente) y se dedicaba a dormir de un tirón desde la madrugada de ese día hasta el lunes a la tarde, cuando volvía a tocarle el timbre al diputado con el pelito todavía mojado. Este fixture demoledor rara vez era alterado, por lo que me resultó fácil armar una estrategia. Lo más importante era lograr que no hubiera testigos de su secuestro. Me pareció entonces que un buen momento para realizar la operación era esa especie de tierra de nadie (individual y social) que se crea entre la madrugada del sábado y el amanecer del domingo, ya que Mariana nunca se quedaba a dormir en las casas de sus eventuales amantes, y en ese momento los pocos (y tambaleantes) individuos que están despiertos lo único que quieren es llegar a sus camas, cerrar los ojos y de ser posible no volver a abrirlos nunca más (vos te reirás, claro, pero no pensé, y eso fue fatal para mí, en los otros individuos - también tambaleantes pero por causas diferentes - que suelen estar despiertos a esa hora: los malditos jubilados)
Establecido día y horario empecé a barajar métodos y finalmente me decidí por uno sencillito, tradicional. Mariana me junaba de vista (más de una vez había llegado hasta a esbozar un saludo) así que no iba a haber demasiado problema en que me acercara con la combie, hablara dos palabras con ella y buscara el modo en que oliese un pañuelo bien empapado en cloroformo. Contento con el plan y eufórico con la posibilidad de hacer de Mariana no sólo mi primera víctima sino además mi esclava sexual, conseguí el cloroformo y empecé a esperar con ansiedad creciente que llegara el gran día. El sábado me desperté a las cinco de la mañana. Durante el día me dediqué a ultimar detalles y a eso de las once me aposté al lado del departamento de Mariana. A las doce más o menos Mariana bajó y se subió a un taxi que paró en la esquina. Yo los empecé a seguir con la combie. El tachero la dejó en un barcito de Recoleta, Mariana entró y una hora y media después salió con un tipo. Se subieron a la cuatro por cuatro del caballero en cuestión, arrancaron, estacionaron en la calle Juncal al 1200 (si mal no recuerdo), entraron a un edificio y Mariana volvió a aparecer en la calle a eso de las seis y media. Empezó a caminar hacia la esquina, encendiendo un cigarrillo con cara de fastidio. Yo ya tenía armada la escena. Esperé que se alejara un poco, arranqué con cuidado la combie y cuando me puse al lado de ella le toqué bocina, como si viniera manejando y la reconociera de golpe. Mariana miró hacia la combie con sonrisa despectiva y me hizo fuck you con el dedo. “Tomátela, pajero”, me gritó e iba a seguir caminando cuando bajé el vidrio y le grité “¡¿Qué hacés, Mariana, todo bien?!” Ella achinó los ojos y me reconoció, con más fastidio que otra cosa. “Ah, sos vos, ¿qué hacés?” Acerqué el auto a la vereda, cambiamos dos palabras y a los tres minutos subía al auto, no demasiado convencida pero subía. Yo arranqué y la última imagen que vieron mis ojos fue la de un viejito que barría la vereda y miraba fascinado las tetas de mi acompañante. Hicimos algunas cuadras en silencio y cuando frenamos en un semáforo desierto me abalancé pañuelo en mano sobre Mariana. Cinco segundos y algunos forcejeos después estaba dormida del todo. A toda velocidad arranqué para la quinta.
Un rato después estacionaba frente a la casa y notaba que Mariana no sólo estaba profundamente dormida sino que además no respiraba. Desesperado, la bajé de la combie e intente reanimarla, haciendo el tipo de cosas que había visto en Línea mortal (entre nosotros, otro guión memorable) pero fue al pedo. Sospecho que se me fue la mano con el cloroformo y le provoqué un paro cardíaco. “También, con la vida que llevaba” pensé, “una gota de más y el vaso rebalsa...”. Después me quedé horas enteras ante su cuerpo, que parecía dormido. Te juro que en ningún momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de la necrofilia. El efecto hipnótico de ver a Mariana tan serenamente hermosa evaporó toda tensión sexual y me sumió en una especie de borrachera platónica. Por un momento hasta pensé en embalsamarla y pasarme el resto de la vida mirándola, cuidándola, apropiándomela. Pero yo aspiraba a ser un profesional. Con esa mujer tenía trabajo para hacer.
Aunque todo había salido mal ahí estaba mi primer cadáver delante. Ahora debía establecer una firma, crear un mito propio. Se me había ocurrido que una buena idea era cremar los fiambres y meter las cenizas en un termo, ya que al fin y al cabo yo era un asesino argentino (aunque por supuesto no “argentinista”, distinción sobre la que trabajo en un ensayo que prometo enviarte “El asesino argentino y la tradición”, en el que básicamente sostengo que nuestra herencia es el crimen universal, y que no podemos restringirnos a las sórdidas improvisaciones del Petiso Orejudo, y a las torpes cuchilladas alcohólicas de gauchos y compadritos). Después dejaría cada termo en un punto de Buenos Aires alejado uno de otro, hasta que algún Dupin de la Federal lograra formar con la unión de los puntos una figura geométrica (leí un cuento alguna vez que iba de armar un rombo uniendo los puntos donde sucedieron los crímenes. Bueno, lo de los termos lo inventé yo, tampoco todo era afanado) Decidida la firma, realicé el operativo con éxito y fue recién después de que volvía a mi casa que se me ocurrió que tal vez el modus operandi le podría sugerir a la policía que el asesino era nada más y nada menos que… ¡un uruguayo! Mi descubrimiento me llenó de horror. ¡Yo, yo que pretendía ser el primer asesino serial argentino metódico que autonomizara al homicidio de las inevitables servidumbres políticas o económicas con que siempre se lo ejerció en este país, iba a terminar glorificando a un país de sinvergüenzas! Con innumerable cansancio y contrición me metí en la bañera y abrí la ducha. Ya no había nada que hacer. La ansiedad y la política del siglo XIX me habían traicionado.
Al otro día compré todos los diarios (¡en kioskos distintos, por supuesto! Nada de comportamientos sospechosos) y no descubrí ninguna referencia a un termo con restos de un ser humano. Al principio me enfurecí pero después razoné que seguramente habrían encontrado el termo esa misma mañana, así que tendría que esperar a la tarde, por ahí hasta el otro día. A la mañana siguiente entonces compré de vuelta los diarios. Nada. ¡La puta madre, cuánta negligencia! Esperé a la tarde. ¡Nada de vuelta! El barrio sin embargo era un hervidero: Mariana estaba desaparecida, la madre había desparramado la noticia en cincuenta cuadras a la redonda y ya corrían cien versiones distintas: que había querido extorsionar al diputado y éste la había mandado boletear; que se había dado vuelta en una de las fiestas privadas con los rockeros y el productor la había hecho desaparecer; que algún degenerado frenético la había estrangulado en un juego sexual sadomasoquista. Yo por adentro me reía pero la ansiedad me seguía carcomiendo. ¿Cuándo iba a empezar mi leyenda? ¿Cuándo iba a ver una tapa que metiera pánico en la población con la figura del “loco Washington”, el espantoso asesino uruguayo que con sus crímenes teñía a la tierra de púrpura? (ya empezaba a preferir que me consideraran uruguayo a que no me consideraran para nada) ¿Cuándo iba a leer declaraciones de algún especialista extranjero que conectara las cenizas en el termo con una costumbre funeraria inca o algún pelotudez parecida? ¿Nada? ¿Nada de nada? Bueno, se lo habían buscado.
Decidí doblar la apuesta. La muerte de Mariana efectivamente me había permitido obsesionarme con el asesinato (al menos eso me parecía) Sí, ahora quería más pero estaba tan ansioso por cosechar cierto reconocimiento que necesitaba obtener ese “más” al instante. Para achurar a Mariana sin dejar huellas había trabajado varias semanas. ¿Cómo sacar una víctima así como así, de la galera? No tenía idea pero a los tipos decididos el azar los suele ayudar, así que me subí a la combi y empecé a dar vueltas. El hecho de iniciar una nueva cacería humana me puso en el rostro una sonrisa de oreja a oreja. Ya la gran angustia no signaba mi andar por Buenos Aires. Mi desconsuelo amoroso había terminado y había confirmado mi vocación. Era fatalmente feliz.
Después de un rato de deambular (primero por Flores, después por Caballito, finalmente por Almagro) noté un tipo que se agarraba la cabeza, sentado debajo del puente del Sarmiento que cruza Bulnes o Colombres, ya no me acuerdo. Parecía estar llorando y tenía una botella en la mano. Alrededor de él no había nadie, de hecho ya había oscurecido y desde la calle casi no se lo veía. Estacioné, me acerqué. “Capo, ¿estás bien?” El tipo levantó la vista, enturbiada por el llanto y el alcohol. Parecía no entender nada. No llegaría a los treinta años: zapatos, pantalón de vestir, camisa arremangada, corbata desordenada, pelo a la moda, pulserita de oro: un pichón de yuppie criado al verde calor del dólar, al que algún superior le habría interrumpido el vuelo hacia una primavera más próspera y que habría llegado a los tumbos desde el microcentro, pensé primero; pero enseguida llegué a la conclusión de que por lo espeso de la tristeza tenía que ser algo más grave: la enfermedad terminal de un familiar cercano, la muerte de su mejor amigo, algún drama pesado en serio. En fin, fuera lo que fuera él iba a representar un drama bastante peor. Lo convencí de que me acompañara y medio ayudándolo lo metí en la camioneta. Ni bien arranqué vomitó por lo menos diez veces seguidas. ¡Hijo de puta! Dos minutos después estaba profundamente dormido. Tapándome la nariz y pisando el acelerador a fondo me dirigí a la quinta.
Llegamos, estacioné, lo zarandee un rato para despertarlo pero el tipo era una bolsa de huesos. No me quedó más remedio que arrastrarlo hasta la casa. Como tenía que abrir la puerta, intenté dejarlo paradito un segundo, cosa que creí había logrado, pero ¿qué gané con eso? Después de meter la llave en el cerrojo y hacerla girar dos veces me di vuelta, y pude ver cómo el infeliz se resbalaba y estrellaba su cabeza contra la punta de una cómoda de fórmica que había en la entrada, al lado de la parrilla, que servía para apoyar los elementos del asado. Un charco rojo le aureoló la cabeza y empezó a crecer enseguida. Me quedé estupefacto, con la llave en la mano. Después le tomé el pulso: estaba muerto. Con melancolía, arrastré al cuerpo adentro de la casa. Tenía olfato pero todavía me faltaba tacto para tratar a los clientes. En mi defensa puedo decir que tampoco uno puede esperar toda la vida para cometer el crimen perfecto, super prolijito, puramente cerebral. Hay que forzar las circunstancias y ver qué sale, sino nos congelamos en una pretendida perfección de laboratorio imposible de conseguir y matamos un tipo cada diez años. ¡No, señor! Un crimen atrás de otro y que los eunucos bufen. El futuro iba a ser mío por prepotencia de trabajo.
En fin, incineración rápida, termo, colocación del termo en el punto estratégico y segunda parte del plan concluida. ¿Y después? Después nada, nada de nada. Nadie parecía encontrar ni el primero ni el segundo termo. Nadie, nada, nunca. “La reputa que los parió a todos, loco. ¿Nadie tiene curiosidad, nadie mira a los costados, nadie se preocupa por lo que le pasa al de al lado?”, pensaba cada medio minuto. “¿Ah, así que conspiracioncita de silencio? Listo, vamos a ver cómo les va entonces...” La rabia me había dado una idea perfecta. Qué mejor que despachar a la garca de mi hermana y al novio cuarenta y tres o cuarenta y cuatro que llevaba a mi casa, al que había estrenado dos semanas atrás. La cuestión era cómo hacer para restablecer lazos con ella y con su respectivo infeliz. La última vez que mi hermana me había hablado había sido más o menos cuando yo tenía once años, y el diálogo (que no recordaba en detalle) seguramente habría consistido en la típica serie de puteadas mezcladas con empujones para que saliera de la pieza, así ella podía cotorrear tranquila con las trolas de sus amigas. ¿Cómo reiniciar una relación que se había congelado hacía casi diez años? Por supuesto, el primer anzuelo con el que se me ocurrió probar fue el vil metal. El último boludo que mi hermana había pescado 
parecíaser un tipo de guita, pero yo había escuchado hacía poco que al final de boludo no tenía un pelo y que resultó ser un muerto de hambre de esos especialistas en aparentar. Era cuestión de días el que mi hermana le diera un voleo en el orto pero mientras tanto le iba a exprimir lo poco que tuviera. ¿Por qué no invitarlos a un fin de semana todo pago en la quinta, tratando de aparentar un acercamiento familiar bien sazonado de sentimentalismo, que estuviera a tono con nuestras edades ya maduras y blah, blah, blah...? No era mala idea. “Claudita, ¿no te parece que ya estuvimos bastante tiempo alejados?”, la encaré de frente mar ese mismo día. Claudita me miró extrañada, como si la pregunta se la hubiera hecho el televisor. “¿Queeé...?” me preguntó entre incrédula y espantada. “No, bueno, estuve pensando, tantos años casi sin hablarnos...” Para resumir, el sentimentalismo estuvo de más, debería haber empezado con “invitación” y “todo pago”, porque después de varios intentos en falso al escuchar la feliz conjunción de esas tres palabras una sonrisa, mezcla de sorpresa y satisfacción, disolvió toda suspicacia en el rostro de Claudita. “Ah, ¡mirá que bueno! Nos viene bárbaro, con Juli estamos sin un peso y teníamos ganas de despejarnos...”. Perfecto. No en vano se dice en este país - no sé si conocés la frase - que el que tiene plata hace lo que quiere.
Cuatro días después partíamos en la combie los tres. “A lo que nos puede arrastrar la profesión”, pensaba yo mirando a los dos tarados atrás besuqueándose y riéndose por lo bajo de mí. Llegamos a la quinta tipo nueve de la noche. Era una noche despejada, primaveral, con un cielo azul denso, casi negro, con pocas pero eficaces estrellas. “Qué linda noche” comentó mi hermana acercándose a la parrilla, trayéndome un vaso de martini con soda y hielos, sonriéndome y observando las morcillas, los chorizos, el vacío, el pechito de cerdo, la bondiola, la carne que aullaba desesperada bajo los pinchazos rojos e hipnóticos del fuego. Yo me sorprendí. ¡En mi vida había escuchado a mi hermana hablarme en ese tono! A otro que no hubiera sido yo una dosis de ternura semejante lo habría aflojado. Pero yo era un profesional. “Sí, ¿no?...”, le dije devolviéndole la sonrisa pero manteniendo la distancia. “Andá haciendo las ensaladas, que en veinte comemos...” Y allá se fue Claudita y yo me quedé pensando que entre el asado, el escabio y la estricnina me había desangrado económicamente. “No sé cómo voy a hacer en la semana, pero bueh, este es el broche de oro de mi primera obra de asesino, tampoco voy a estar escatimando...” intenté reflexionar.
Un rato después estábamos los tres a punto de explotar por tanta comida, con los pantalones desabrochados y los dedos llenos de grasa, recostados sobre las sillas, felices y adormecidos mientras tomábamos traguitos apacibles de vino. Mi hermana tenía los ojos cerrados, tres cuartos de cabeza inclinada hacia el cielo y sonrisa sublime de heroína de telenovela que se cobija en los brazos de su amado. El infeliz también sonreía y eructaba por lo bajo, seguramente pensando que se había llevado de arriba una comilona, una semi-borrachera y ahora de postre un polvo relajado en una cama de dos plazas, nada de esos polvos apurados en algún pasaje oscuro, de dorapa y mirando para los costados, a los que estaría acostumbrado. Y yo también sonreía, pensando en que tenía adelante los dos puntos que completaban mi rombo. Todos sonreíamos. Éramos una armoniosa comunidad de sonrisas. “¿Traigo el café?” pregunté de golpe. “Sí, sí...” me dijeron a coro. En la cocina preparé tres tazas de café y a las de Claudita y Juli les cargué estricnina como para voltear una manada de mamuts. “Esta vez se acabaron los homicidios culposos. Quiero mi doble homicidio en primer grado, solito para mí...”. Serví las tazas en la mesa. Mis dos invitados se incorporaron y acercaron a la mesa con cierta pesadez, llevaron sus respectivas tazas a los labios, coincidieron en que estaba muy caliente, volvieron a apoyarlas. Yo sonreí satisfecho mientras se me ocurría un chiste digno de que vos lo pusieras en El silencio de los inocentes, “¿está bien con tres cucharaditas de estricnina o le ponen más?”, cuando a lo lejos se empezaron a escuchar sirenas, sirenas cada vez más cerca y cada vez más fuertes; y enseguida luces azuladas girando enloquecidas y agujereando la tranquila y fresca oscuridad de la quinta. “La yuta”, dijo mi hermana. “¿Qué carajo habrá pasado?...” se preguntó mi cuñado. Yo dudé un instante pero me tranquilicé enseguida pensando en que era imposible que alguien me hubiera descubierto. Sin embargo las luces azules giraron de golpe y enfrentaron el portón de la quinta. “¡¡Es acá!!”, gritó mi hermana, aterrada. Mi cuñado saltó de la silla, pálido y desencajado. Yo me quedé quieto y les sugerí “por qué no se toman un traguito de café, para despejarse y hablar bien lúcidos con la policía...” Por supuesto en medio de la tensión del momento mi sugerencia pasó desapercibida.
Y bueh, para qué hacerla larga, maestro, no te quiero aburrir. Todo terminó en que mi hermana y mi cuñado zafaron, en que un cana se tomó el café que quedó servido en la mesa y se cagó muriendo, y en que a mí me chuparon porque el noble anciano jeropa que le clavó la mirada en las tetas a Mariana, cuando vio el anuncio en la tele con su foto, le pasó el dato a la policía de que la había visto subirse a una combie Volkswagen. ¿Y quién tenía una combie Volswagen en la misma cuadra en la que vivía Mariana? En fin, la cuestión es que hace años que resido en Sierra Chica, víctima de la espera, por suerte en una celda aislada porque califiqué como peligroso (aunque no me tienen con camisa de fuerza ni bozal, como vos imaginaras a tu magnífico personaje. ¡Quién pudiera!...) y como hace poco me enteré de que sacan la segunda parte de El silencio de los inocentes y eso me hizo remover estos recuerdos, me tome el atrevimiento de escribirte para hacerte un pedido.
Mirá Thomas, no hay duda de que Hollywood todavía es la memoria de la humanidad, como lo fue durante casi todo el siglo XX. ¿Quién conocería a Malcom X sino fuera por Spike Lee? ¿Quién a Schindler sino fuera por Spielberg? ¿Quién resucitó a Morrison sino Oliver Stone? Sí, todo lo que quiere perpetuarse tiene que pasar por Hollywood o resignarse a desaparecer. Yo por mi parte, como buen asesino serial quisiera que mi nombre y que el miedo unido a mi nombre se perpetuara por los siglos de los siglos (¡¡amén!!) en las aturdidas cabecitas de mis queridos hermanos. Por eso, maestro, ante el silencio ingrato de mis compatriotas no me queda más remedio que suplicarte a vos, que me hiciste ser quien soy... ¡Por favor, loco, por lo que más quieras! ¡Te ruego de rodillas que hagas una película con mi historia! Sí, por supuesto tengo conciencia de que soy sólo un émulo microscópico del enorme Hannibal, pero también creo que los epígonos merecemos que se nos recuerde, si hicimos un esfuerzo para eso, ¿no te parece? Si el asesinato debe ser considerado una de las bellas artes, acordate que la poesía debe ser hecha por todos. ¡Thomas, yo de la tumba no salgo más pero voy a vivir y a morir tranquilo si sé que mi vida es propiedad de la Metro, de la Fox o de cualquier gran estudio!
Maestro Harris, no tengo mucho más para decirte. En esta carta te regalé las partes memorables de mi existencia, para que vos las inmortalices en un guión de los tuyos. Dale, hermanito, copate y hacelo. Sería un acto de misericordia.