ALÍ BABÁ Y EL CAPITAL



A diferencia del asesino, cuya actividad desconoce el circuito económico y tiende a boicotear, en mayor o menor medida, el incremento de las fuerzas sociales, el ladrón practica una actividad ilegal que está vinculada claramente al modo de producción en el que opera. O sea, el ladrón parasita en la sociedad pero no tiende a modificarla o anularla, porque como buen parásito depende de su huésped. Esta verdad es reconocida casi por todo el mundo. Lo que se reprocha entonces al ladrón es que pasa por alto uno de los principios básicos de la sociabilidad dentro del modo de producción en el que se encuentra: el principio de la propiedad. Que la propiedad es una construcción social (idea resumida por la lúcida paradoja de Proudhon: “la propiedad es el robo”) tampoco es hoy discutido por nadie, pero admitido el carácter artificial de la propiedad, todo el mundo entiende que dentro de la sociedad de la que forma parte ésta asume un aspecto tan o más natural que respirar [1] . Efectivamente, la propiedad es una convención pero sobre esa convención se levanta el edificio social que habitamos. El ladrón atenta contra esta regla básica y por lo tanto debe ser ubicado en una habitación del edificio donde su tendencia a desconocer ese principio se torne inofensiva: en la cárcel. Pero lo primero que habría que decir en defensa del ladrón es que él no desconoce totalmente el principio sino que lo viola para enseguida reafirmarlo con mayor decisión [2]. Esto tampoco es un secreto. Pero creo que hay aspectos en la función estrictamente económica del ladrón que son desconocidos por casi todos, y que a mi juicio son no menos necesarios, dentro del modo de producción capitalista, que la función del empresario o la del obrero.
Para empezar tenemos que considerar al ladrón un agente económico que vende un servicio: ¿qué servicio vende el ladrón? El ladrón vende la eliminación del miedo que provoca él mismo. Una vez que se paga su servicio, un ladrón en el sentido estricto del término (o sea un ladrón que es exclusivamente ladrón y no además alguna otra cosa) considera que no hay interés ulterior entre las partes, y en ese sentido se comporta como un verdadero comerciante. Cuanta mayor necesidad existe de su servicio, la demanda de éste hará subir el precio, o sea, el comprador estará dispuesto a pagar mayor cantidad de dinero, lo que muestra que, como en cualquier proceso económico, el tironeo de la oferta y la demanda determina el valor del producto. Se podría objetar que ese servicio que sostengo que vende el ladrón es intangible. ¡Por supuesto! Tan intangible como la alegría que nos cobra un comediante o que la salud mental que hace facturar a un psicólogo. Se podría objetar entonces que el ladrón se comporta como un comerciante tramposo: provoca una situación problemática cuya solución más rápida y efectiva está en sus manos. ¿Pero cuál sería la diferencia con los casos anteriores? Nadie necesita, en el sentido riguroso, divertirse (y, llevando el caso al extremo, ni siquiera estar “sano” mentalmente) Por eso, el comediante se esfuerza por publicitar sus espectáculos, por darnos adelantos de ellos, por crear un clima en que el comprador esté dispuesto a pagar por su show (y, nuevamente llevándolo al extremo, también el psicólogo crea un clima propicio para determinadas situaciones: ¿cuánta gente tiene ataques de pánico porque leyó el domingo en 
Viva que éstos son una patología contemporánea?) Estas maniobras climáticas son ajenas por completo a la voluntad del consumidor, tan ajenas como la súbita aparición de un ladrón, y la atmósfera que éste logra crear 
[3].
Establecida la filiación claramente comercial de su actividad, tenemos que señalar además que el ladrón pone en movimiento bienes y dinero que están estancados dentro del circuito económico y que es menester que sigan fluyendo para que no se llegue a una peligrosa situación de cuello de botella. En ese aspecto su contribución es fundamental. La compulsión al gasto de los ladrones, el hecho de que la mayoría desconozca la palabra ahorro y que el efectivo que consiguen se evapore en horas o días debería verse como un gesto filantrópico. ¿Qué más querría el ladrón que poder depositar lo recolectado en una cuenta bancaria y asegurarse un futuro (a nivel individual) próspero y seguro? Pero no es esa su función, y entonces, en un gesto conmovedor, no tiene más remedio que revender todo a cualquier precio e internarse en un cabaret a bañarse en wiskhy. Keynes no lo hubiera pensado mejor (y esto último me lleva a una digresión mínima: los ladrones establecidos, los grandes ladrones aburguesados que blanquean su dinero y lo convierten en capital inmóvil, fijan lo que debería circular. En ese sentido no se comportan como ladrones, y un ladrón conciente y responsable de su deber tendría que sacarles todo lo que pudiera; “ladrón que roba a un ladrón...”)
Otro punto clave a considerar es la industria gigantesca que el temor al ladrón genera y que hace mover millones, siendo el gasto en seguridad interna (privada y pública) uno de los pilares de la economía de cualquier país. Alarmas antirrobo, sistemas de seguridad, guardaespaldas, instructores de defensa personal, cámaras, entrenamiento de perros, mecanismos de monitoreo, empresas de vigilancia, departamentos de policía y una larga lista de etcéteras, no tienen sentido si no son referidos a la prevención de una agresión posible por parte del ladrón, que quiere ser evitada. Estos presuntos enemigos del ladrón dependen tanto de él para existir como la muerte depende de la vida, o como la vida depende de la muerte, vaya uno a saber. Pero hay todavía una función derivada de lo anterior que por su peso específico merece ser estudiada aparte. El temor al ladrón, además de generar puestos de trabajo para miles de ciudadanos y de movilizar cantidades ingentes de dinero, constituye una de las dos razones fundamentales para la existencia del sistema bancario. Los bancos tienen dos relaciones básicas con el dinero: lo prestan y lo protegen. ¿De quién lo protegen? ¡De los ladrones, claro! ¿De dónde sacaría un banco el dinero que presta e invierte sino es de todos aquellos que, acicateados por el fantasma del robo, corren a meter la moneda que ganan en una cuenta que les asegure que ese dinero seguirá siendo suyo y donde se engloban desde el cadete somnoliento hasta el accionista principal de una multinacional? Pensemos las cosas a fondo entonces. ¿Qué pasaría si, de un día para el otro, todos los ladrones de la tierra, haciéndose eco del desprecio / odio /rechazo general, dejaran de dedicarse a lo suyo y se convirtieran en trompetistas, heladeros o ingenieros agrónomos? Los grandes capitales comenzarían a salir de los bancos a la velocidad de la luz, las tasas de interés se desplomarían arrastrando con ellas a los ahorristas y se produciría la corrida financiera más pavorosa de la historia de la humanidad. Solo en cuestión de días (tal vez de horas) el sistema entero se derrumbaría como una montaña de manzanas en una verdulería. ¿Y después? La parálisis general (un segundo mágico de vacilación universal) y casi enseguida la ley de la selva: rapiña masiva, hundimiento de toda autoridad, constitución de grupos humanos reducidísimos. ¿Y después? El hambre, la pobreza, el olvido de la técnica, porque la vida estaría reducida a una función básica: la lucha por la supervivencia. ¿Y después? Después, con mucha suerte (y un paréntesis de años, décadas o posiblemente siglos) la lentísima reconstrucción: constitución de tribus, movimientos migratorios, esclavización de poblaciones más débiles, federación de las tribus iniciales, blah, blah, blah, hasta terminar, como en un juego de la oca bastante más convulsionado y dramático, en el punto de partida: medianamente afianzado un territorio, se volvería a emitir y a hacer circular la moneda, y por temor se la guardaría en el banco.
De todo este proceso, sin embargo estamos privados gracias a los servicios de los ladrones. Me parece entonces que deberíamos moderarnos en la campaña de desprestigio que desde hace siglos se lleva adelante contra ellos. Seamos sensatos. A ver si un día nos despertamos todos buenos y se le acaba la cuerda al capitalismo.
[1] Para corroborar este hecho bastaría pedirle a cualquier bolchevique/ anarquista / hippie que comparta su casa / auto / bicicleta con nosotros.[2] Para corroborar este hecho bastaría pedirle a un ladrón que compartiera la casa / auto / bicicleta robada con nosotros.[3] De hecho, y ampliando el marco a prácticamente todo, ese mecanismo, o sea la creación de necesidades innecesarias, es la zanahoria que históricamente impulsó (e impulsa) siempre hacia delante al burro ciego (pero dotado de olfato) de la economía capitalista.